miércoles, 2 de enero de 2013

Revista Sinécdoque N° 3 Cuento: "Vos no te moriste, Santos" (Escribe Elizabeth Lerner)




Cuentos              .


Vos no te moriste, Santos
Escribe Elizabeth Lerner

Conservo las fotos. Las tengo aquí, sobre mi mesa de trabajo. Casi todas están escritas en el reverso: “Cerro San Antonio-Piriápolis-ROU-3-1-1962”, “Playa Chica-Mar del Plata-23-1-1957”. En Piriápolis, en el 62, Santos está con Vázquez y Miranda. Los tres un poco retraídos en la sonrisa, en el ademán. Si los miro bien, con la luz blanca del tubo, no con la cálida del velador, los distingo realmente duros. Los tres miran a la cámara, supongo que a Samy, que estaría sacando la foto, pero los tres tienen como un tic fijo. Digo, es una foto, entonces no puedo asegurar que haya, verdaderamente un tic. Pero si pudiera moverse, es claro que Santos hablaría con las manos en la espalda, sin mostrarlas nunca, ahí, bien cruzadas en el inicio del pantalón. Vázquez tiene los brazos colgantes, a los lados del cuerpo. Parece, en un primer vistazo, una postura laxa pero si insisto con la buena iluminación y los anteojos de cerca, distingo la mano derecha cerrada en puño, la izquierda bien alerta, casi como si estuviera a punto de desenfundar un arma. Los brazos de Miranda están cruzados sobre el pecho y fingen descanso. Los tres están al pie de un precipicio. Detrás, una franja de río, unas pocas casas y en último plano, nebulosos, los cerros. Parecen no desear ese lugar bucólico pero allí están. Y francamente no había nada real de qué preocuparse. Es sólo que, después de siete años, las postales de Clara seguían llegando.
Santos estaba casado con María Elsa. En el 59, creo, fue la boda. Y eso que Santos esperó a Clara todo lo que pudo. Quiero decir que esperó que ella se curara, si es que lo que tenía se podía llamar enfermedad. En realidad, la había esperado toda una vida. Por ejemplo acá, en ésta del año 53. Tendrían quince o dieciséis años. Santos en el medio de Clara y María Elsa, de traje oscuro. Si recortás a María Elsa, esa figura abultada, erróneamente vestida de blanco y dejás solamente a Santos y a Clara, tenés la foto de dos actores de cine. No miento. Dos actores de Hollywood. Pero Clara siempre tenía algún gesto escondido. Digo, ella siempre dejó pistas de que algo podía suceder: algo fuera de lo común, algo de lo que las familias no hablan porque no saben ni cómo empezar a explicarlo. Es que para las acciones de Clara, y no es por exagerar, habría que inventar un nombre nuevo.
En la foto de Playa Chica todavía no habían pasado dos años. Clara está sola, ya con el pelo corto, muy delgada, una mano atrás de la cadera, la otra al costado del cuerpo. Parada en el murallón de piedra, con una franja de mar a su derecha y otra de pasto a su izquierda, sonríe y muestra los dientes. Pero los muestra demasiado. Sé que tengo la ventaja del tiempo y que puedo ver las fotos a la luz de una historia que conozco. Sé que me jacto de interpretar gestos y posturas porque ya conozco el final. Es como leer un libro por segunda vez y descubrir los indicios que en la primera lectura habíamos pasado por alto. La de Clara no era una sonrisa natural. Supongo que la foto la habrían sacado Susy o Perla, las hermanas, que eran las únicas que soportaban a Clara, después del tema aquél.
Y Vázquez y Miranda hoy lo niegan pero yo estoy seguro de que Santos y Clara estaban comprometidos en secreto. Mirala a ella acá, preciosa, con esos zapatos de taco fino. Y ella se hacía toda la ropa. Desde chica había estudiado corte y hasta cosía para afuera. En los ratos libres se armaba todo el guardarropa, y de primera. Era muy ordenada Clara con sus cosas. Muy pulcra. Y ahorrativa. Digo, mirá ese vestido. Yo no sé de telas pero vos fijate que la foto ésta es de marzo del 48. Era una nena casi, aunque parece mucho más. Lo del padre había sido hacía muy poco, y está vestida como una reina. No tenían mucho. Fue tan repentino lo de Morales, era tan joven. Pero sabés que a él, al padre, nunca le dejó flores. Eso me lo contaron ya varias veces. Nunca, nada. Estaba empecinada con aquello otro y no había manera de hacerla entrar en razón. Yo no sé qué pretendía Clara de Santos. No sé. Los delirios de una chica que de tan jovencita se hizo sola, andá a saber qué habrá pasado por esa cabeza. Es que hay algunos amores que son antihigiénicos, mirá. Quiero decir que Clara y Santos se conocían desde muy nenes. Llega un momento, en la vida de un hombre, en que hay que hacer un giro. Hay que salir para volver con la cabeza despejada a la mujer que uno realmente quiere. Pero Santos no. Nunca quiso ir con ninguna otra. Y eso que no le faltaban oportunidades ni amigos que lo lleváramos de copas. Pero Clara era todo para él. Y Clara era intocable, pero literalmente. Y vos sabés que cuando el cuerpo no descarga, le entran los miedos. A un hombre como Santos, verlo llorar. Un tipo como él, mirar atrás y arrepentirse. Digo yo, ¿de qué? ¿De salvarse el propio pellejo? Si llegó a decir que hubiera preferido morirse, ahí en la plaza. Yo lo escuché, en la despedida de solteros. Contó todo lo de ese día y, sí, estaba borracho pero lloraba de verdad y repetía, pobre diablo, que hubiera preferido morirse con los otros trescientos, ahí nomás en la plaza. Y qué querés que te diga, para mí, era un héroe. Para mí, eligió bien. Hay otras formas de pasar a la gloria, ¿sabés? No hace falta dejarse matar. Hoy María Elsa vive de la pensión y si él se hubiera muerto en la plaza, con una bomba o del susto, como les pasó a algunos, nunca se hubiera casado con María Elsa, y nunca le hubiera dado una vida a esa pobre mujer que, para ser justos, si Santos no la elegía, estaba destinada a la soledad.
Pero para hablar de Clara, yo ya te dije, habría que inventar palabras nuevas. ¿Quién era esta mujer? No sé, cada foto me habla de una Clara distinta, cada vez más alejada. Estas dos son más recientes. No tienen fecha pero les calculo el 68, el 69 máximo. Sí, porque a ella en el 68 se le ocurrió hacer el viaje sola. Y ahorró la plata y se compró el pasaje. Se contrató una excursión. Veinte días, dieciocho noches. Europa clásica. Y a Santos le mandó esta foto. Y fue el desencadenante para mí. ¿Sabés por qué? Porque cuando él se enteró que ella se iba de viaje, se alegró. Pobre iluso, pensó que Clarita ya estaría curada y que el viaje era el signo más claro de ese estado. Por eso, al tiempo de recibir esta foto –Barcelona (sin fecha)– y al dorso esas palabras malditas escritas hasta el absurdo, no sólo en la postal de Europa sino en todas y cada una de las cartas, fotos y postales que Clara le envió a Santos después de junio del 55, hizo lo que se sabe que hizo.
Un poco después le sacaron esta otra.  Está desafiante, amarrando con su mano a esa nenita fea y masculina que había tomado bajo su protección. Mirala bien con ese vestido a cuadros y ese ojo único, el que el mechón negro no le cubrió, mirala en una calle perdida, un domingo cualquiera. Ése, ése era el momento. Estaba esperando seguramente que se hiciera la hora de cambiarse la ropa por algo negro y tomar el ciento once para bajarse ahí donde se bajaba puntualmente todos los domingos a la tarde. Para bajarse y entrar con las flores, desafiante, te dije, como una viuda, entrar al cementerio con esos claveles blancos.
Ella deposita flores. Busca con paciencia las fechas de la muerte y es precisa, paciente, ordenada. Sabe bien que sólo merecerán los claveles los muertos ese día del 55, ni un día más, ni un día menos. Claro que es ridículo, claro que no tiene forma de saber cómo y dónde murieron. Pero para Clara hay que inventar nuevos adjetivos, nuevos verbos. No conoce ni uno de los nombres que cubre con las flores. El luto persiste, después de tantos años. El luto falso, ridículo, ¿me entendés? El luto, pero al revés. “Vos no te moriste, Santos”, recita, autómata, cada vez que estira las manos sobre la piedra gris.
Y a Santos esas palabras lo mataron, pero en serio. Por eso yo me pregunto si de verdad no murió como un héroe. Se escapó del bombardeo, sí. Y dejó atrás a unos cuantos. Los dejó porque corrió y porque se escondió y porque tuvo un miedo horrible que le salvó la vida. Pero mirá la de Piriápolis. Mirá esos ojos ya gastados de tanto leer y escuchar las palabras malditas. Por eso te digo, hay otras formas de pasar a la historia, pero nadie las conoce, nadie les da importancia.
¿Ella? No sé bien. Me dicen que vive. Que sigue yendo al cementerio. Otros dicen que murió. Yo conservo la última foto que le sacaron antes de la tragedia de Santos. Buenos Aires, febrero del 69, apenas llegada de Europa. Está sonriente, demasiado, como quien ha cumplido con una misión y lo sabe. Mientras baila, ¿la ves?, sonríe. Demasiado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario