miércoles, 20 de junio de 2012

Revista Sinécdoque Nº2 | "Mortero Sánchez" (Escribe Emanuel Alegre / Ilustra Genghis)


Mortero Sánchez
Escribe Emanuel Alegre
Ilustra Genghis

Harry Greb, Rocky Marciano, Kid Gavilan, Jake LaMotta, Carmen Basilio, Gene Fuller, Carlos Monzón, y hasta Marvelous Hagler. Esos sí eran boxeadores. Tipos que subían al ring sólo a ganar, pero no ganar fama o dinero sino a ganarle al otro, al contrincante. Subir para hacer de una pelea algo más allá del deporte, algo que tenía que ver con el orgullo y el honor. Estos tipos nacieron en el tiempo equivocado. Si en vez de nacer en el siglo 20 hubiesen nacido en Grecia, hubieran ganado fama y un par de coronas de laureles, hubiesen sido semidioses, tendrán poemas cantados en su honor. En vez de eso, el siglo 20 los dejó seniles, viejos, tirados en un cuarto hasta que murieron, con alzheimer y problemas de visión. Y no me vengan con esos boxeadores que ganan millones y se venden en cualquier round. ¿A ver si un Shane Mosley podría haber peleado como lo hizo Harry Greb con un brazo quebrado toda una pelea, o como Chuvalo que terminó estoicamente el asalto con la mandíbula quebrada? El dinero mató al box.
Puede que todo lo que digo suene medio a fanático, pero no es mi culpa.
Si tu viejo cuando cumplís los 10 años te lleva al club Ferrocarril Oeste a ver a dos tipos dándose tortazos durante 15 minutos (duró sólo cinco rounds) en vez de llevarte a pescar o alguna de esas pelotudeces que hacen los padres cuando creen que pueden hablar con vos y que vas a entender algo de una conversación que dicen ser hombre a hombre, es comprensible que piense así.
Pero no me quejo. Seguí acompañando a papá a todas las peleas a las que él iba al club Ferro, Asociación de Box, a la Federación de Box y hasta al Luna Park.
Por esa pasión, tanto mía como de mi viejo, hace un año, a veinticinco de la noche en que un campeón perdió por puntos, perseguí un fantasma en un bar de Longchamps. Estaba en El Clarito tomando un cinzano, aprovechando un franco del trabajo que me había tomado sin preguntarle a nadie. Miraba a los parroquianos de las dos de la tarde como tomaban su vino o su Legui y discutían sobre temas que rayaban con lo incoherente. Le pegué un par de sorbos más al cinzano y un chorro de soda para alargar el tiempo. Boludeando de esta manera fue cuando lo ví. Emilio Leopoldo Sánchez estaba acodado tomando un líquido del color del té, pero con muchísimos más grados de alcohol. Sánchez. No podía ser él. Pero por otra parte, ¿por qué no?
Lo conocí en el Luna Park, en los ‘60, cuando tenía doce años. Acompañaba a mi viejo a ver una pelea de fondo de dos semipesados. Uno era Sánchez, el otro tipo no recuerdo cómo se llamaba, sólo recuerdo lo que pasó cuando sonó la campana: los dos corrieron al medio del ring como si se hubiesen apostado la vida. Creo que en el primer round no pasó nada, punteos, algún que otro gancho al cuerpo, un cross perdido por ahí. Pero el segundo asalto fue una batalla con todas las letras. El otro tipo comenzó a puntear a Sánchez, hostigándolo, entonces Emilio retrocede a las cuerdas pero se gira siempre antes de llegar. El otro comienza a impacientarse porque todos los golpes que le lanza a Sánchez, éste los esquiva o los bloquea. Y justo como si esperase que la campana estuviese por sonar, Sánchez le larga un uppercut que nadie sabe de dónde lo sacó y le hace sonar la quijada al otro. Mi viejo siempre me discutió que no, pero yo sigo afirmando hasta hoy que los dos pies del tipo se levantaron del piso. Y campana y el otro que medio tarambana no puede encontrar la esquina. Mi viejo se pone a hablar con otro tipo que estaba al lado si Sánchez era uno que había peleado la semana pasada en Ferro o si lo entrenaba Spagnolo o si era un tapado que trajeron equivocados porque el otro tipo estaba ahí de pelear por el sudamericano. Ellos hablaban y yo no podía sacarme de la cabeza la imagen de un brazo fantasma, de ese tercer puño oculto que Sánchez le planta en la jeta al otro. La campana acabó con toda discusión. Sánchez y el tipo salen al centro del ring y tras chocar guantes, vuelven al mismo juego de antes. Sánchez retrocediendo y el otro medio acobardado va tomando coraje y casi al final del round se le anima y le pelea de adentro. Y otra vez ese tercer brazo que nadie sabe de dónde lo saca, pero ésta vez sale como un gancho al estómago que dejó al otro cayendo como una bolsa de papas en cámara lenta. Todos nos quedamos callados. Creo que nunca el ruido de una campana tuvo tanto silencio alrededor. Mi viejo no decía nada. Y yo miraba alternadamente al tipo tirado en el ring boqueando buscando aire y a Sánchez que se iba a su rincón cómo si no hubiese ido mas que a pasear al centro del ring y no encontró nada interesante. Al otro lo llevaron a la rastra a su rincón. “Listo, tiran la toalla”, dijo el hombre que estaba hablando antes con mi viejo. Pero no. Sonó la campana y lo mandaron a pelear nomás. Qué paliza que recibió ese pobre tipo. Sánchez era una máquina de tirar golpes: uppercuts seguidos de ganchos, cross de derecha y uno de izquierda que daban la sensación que mantener por la fuerza al tipo parado, como si los golpes fueran su sostén. Y ahí, como siempre, antes de terminar el round, al borde de la campana, lo dejó caer como un muñeco de trapo, pero esta vez con un gesto caballero: lo dejó tirado cerca de su rincón.
Lógico que Sánchez ganó por KO. Las otras peleas de esa noche fueron opacas. No porque lo boxeadores fueran malos, sino, porque todo el mundo se quedó detenido en Sánchez y sus golpes precisos y rápidos. Yo miraba los rostros de la gente y en todos se adivinaba la misma pregunta: ¿Quién carajo es éste tipo?

Recuerdo que al otro día me la pasé en la calle jugando a la pelota y en el colegio, pero a cada rato rememoraba la pelea. Así hasta la noche. Papá llegó de trabajar, le dio un beso desganado a mamá y se vino derecho a la mesa dónde yo estaba haciendo los deberes. Tiró delante mío el diario y empezó a buscar algo en el interior. Me quedé mirándolo con un poco de miedo hasta que se frenó en una página y apuntando con el dedo una foto en la que reconocí a Sánchez, me dijo “mirá”. El cronista relataba la pelea y anunciaba que un nuevo campeón había nacido. Subí la vista hasta el título y entonces algo como un escalofrío me recorrió: “El “Mortero” Sánchez tomó el Luna Park”.  El Mortero. Miré a papá y me sonrió. Comprendí que desde ese día mi viejo iba a seguir paso a paso la carrera del Mortero, y que yo, la iba a seguir junto a él.
Desde esa noche no hubo aparición de Sánchez en los rings en la que no estuviésemos presentes. Cada pelea era lo mismo: defenderse, buscar las cuerdas pero no llegar a ellas y sacar un par de manos en los primeros rounds hasta que el tipo estaba medio tarambana y dejarlo en la lona tras una paliza. Y siempre la misma actitud, ir hasta su rincón como si nada, ni siquiera festejar cuando el réferi lo anunciaba ganador. Él no festejaba pero nosotros lo hacíamos por él. Nos volvíamos a Constitución hablando de la pelea, mi viejo me contaba de viejos boxeadores a los que Sánchez le recordaba y en la estación nos comíamos una porción de pizza bien aceitosa, yo coca, papá un vaso de vino y soda, y después a casa, en tren, casi siempre yo durmiendo contra el hombro del viejo mientras él pensaba, seguro en Sánchez.
Todo siguió igual durante casi un poco más de un año y medio. Entonces apareció Eugenio Linares, El Artillero.
Esa noche fatídica la pelea fue en la Federación de Box. Parecía un trámite más de Sánchez  para poder llegar al título. Como de costumbre presentan a Sánchez, los aplausos de los admiradores que había logrado en tan poco tiempo, el réferi que lo saluda, y entonces, lo nombraron. Eugenio Linares. La platea completa se dio vuelta para verlo y la sorpresa fue compartida por todos. Físicamente era la réplica de Sánchez. No su rostro o su pelo sino su físico y su manera de andar: como cansado, mirando hacia delante pero sin un destino fijo. Sólo mirando como quién lo hace para ver por donde va. Cuando estuvieron los dos enfrentados sobre el ring y mientras el réferi les enumeraba las reglas, alguien a mi lado dijo que Linares era casi el doble de Sánchez, excepto que Linares era zurdo. Miré a mi papá, él también había escuchado el comentario y miró atento y preocupado hacia el ring.
Campana e inicio de la pelea. El primer round se desarolló igual a todos los primeros round del Mortero. Guantes, un poco de ronda y nada más. Pero fue en el segundo round cuando todo cambió como una calle de tierra tras un temporal. Sánchez hacía lo de él, lo estaba midiendo para ponerle un gancho o un uppercut fantasma de esos que todos festejábamos, cuando Linares sacó un gancho con la zurda al hígado de Sánchez y sin darnos tiempo de sorprendernos, lo fulmina con un cross de derecha descendente que le da justo atrás de la oreja. Sánchez se fue directo a la lona mientras todos nos quedamos viendo como Linares  se iba a su rincón despacio, como meditando.
Miré a mi viejo y quise decirle algo, pero supe que sería imposible intentar preguntarle qué es lo que había pasado, él tampoco sabía que ocurría. Así que fijé mi vista en el ring ansiando que Sánchez se pusiera de pie, que hiciera perdurar ese vínculo que mi viejo y yo habíamos forjado alrededor de él. Y lo hizo, se puso de pie envuelto en el conteo de protección, despacio, pensando en lo que había sucedido. El réferi se acercó a preguntar algo a la esquina de Sánchez. El sparring y el entrenador intercambiaron unas palabras y antes de que todos nos repusiéramos de la sorpresa, Sánchez ya estaba camino al centro del ring atendiendo el llamado de la campana. Durante los primeros dos minutos pareció como si nada hubiese ocurrido: guantes, uno que otro punteo pero nada relevante. Entonces el Mortero tomo la iniciativa. Castigó el cuerpo de Linares con unos ganchos veloces que nos hicieron soñar de nuevo con su victoria y nos dio un respiro, pero el Artillero era hábil defendiendo su cuerpo. En una combinación le sacó un cruce que le dio justo en la sien. Sin reponerse, Linares comenzó con su trabajo de desfigurarlo. Sánchez no llegó a escuchar la campana. Un directo al oído derecho lo dejó KO justo cuando intentaba atinarle a Linares uno de sus ganchos mágicos.
La mayoría no se quedó a escuchar al réferi proclamar al ganador. Nos fuimos despacio, junto a una multitud de hombres desilusionados, derrotados. La caída de Sánchez fue también la caída de todos nosotros.
Esa noche, en Constitución, no hubo pizza aceitosa ni dormir apoyado en papá. De regreso a casa mientras pasábamos por las estaciones oscuras, miraba, con la cabeza apoyada contra la ventanilla, de reojo a papá: estaba rígido, mirando hacia adelante, pensando con los ojos bien abiertos.  Y pude adivinar en qué pensaba porque yo pensaba en lo mismo: ¿Cómo podía ser que Sánchez hubiese perdido?
Después de esa noche, las relaciones con papá fueron como antes de que Sánchez apareciera. Venía de trabajar, me saludaba, me preguntaba de compromiso como me iba en el colegio y tras cenar, se acostaba a dormir. Nunca, en esos meses en que Sánchez desapareció de nuestras vidas me invitó nuevamente a un combate ni él concurrió a ninguno. Hasta que llegó una tarde enloquecido como la vez en que me mostró la nota del primer combate de Sánchez. Me tiró el diario y clavó el dedo en un titular: Sanchez-Linares, la revancha por el camino al título. No hubo necesidad de decirnos nada. Nosotros también teníamos nuestra revancha.


Esa noche en la Asociación de Box, mirara adonde mirara, sólo veía a los que noche tras noche habíamos seguido a Sánchez alentándolo, expectantes. Todos habíamos ido ansiando una victoria que nos reivindicase. Las preliminares fueron las mismas que las otras veces: Réferi, musiquita, cerveza, humo y puchos y al reventar al unísono las palmas, la entrada del Mortero. Luego entró Linares y tengo que admitirlo, tuve miedo. Parecía más grande que la última pelea, y no sonreía, parecía que en su cabeza sólo existiera una sólo idea: dejar en la lona a nuestro campeón.
El réferi los enfrentó, les dijo las reglas, y durante ese instante que pareció durar un otoño, ellos estuvieron mirándose como si quisieran hablarse con los ojos y en ese diálogo estuviesen contándose sus vidas. Y sentí un algo dentro mío. Me quedé mirándolos y yo también pude escuchar su diálogo, saber sus vidas y cuando el réferi les dijo choquen guantes puede escuchar la última palabra que se dijeron: hermano.
Entonces llegó la campana. Esta vez no hubo medirse ni tantearse, fueron directamente a matarse. Linares tiraba sin cubrirse los golpes más terribles que vi en toda mi vida, y Sánchez los atajaba o los absorbía y se los devolvía con la misma furia. Al final del primer round Sánchez ya ostentaba el pómulo cortado y Linares un pequeño corte sobre el ojo derecho. El segundo asalto comenzó con el mismo ímpetu, pero esta vez Sánchez hizo algo que nunca le habíamos visto hacer. Buscó la pelea desde afuera e incitaba a Linares empujarlo a las cuerdas. Dos veces hizo lo mismo y siempre con el mismo resultado: una tormenta de golpes azotó los cuerpos de ambos hasta que el réferi los separó. Pero la tercera vez Sánchez hizo algo que nos dejó con la boca abierta. Cuando Linares iba sobre el, el Mortero le descargó tal andanada de golpes al rostro mientras retrocedía que el Artillero avanzaba directamente sobre los puños furiosos de nuestro campeón. Dos veces vimos esto, hasta que el estadio estalló y todos saltaron de sus asientos gritando enloquecidos: en uno de esos golpes de retroceso, Sánchez había alcanzado en pleno la quijada de Linares tumbándolo, pero antes de que pudiera tocar el piso, otro golpe le dio en la oreja derecha y lo dejó tendido como muerto. Todos pensamos que ahí terminaba, que Linares no iba a poder recuperarse antes del conteo, pero demostró que él también era un campeón. Se levantó, despacio, como si lo hubiesen despertado de una siesta y buscó con la mirada a Sánchez. Entonces ambos se miraron, obviando al réferi y asintieron con la cabeza como si ellos fueran los únicos en el club y eso no fuera más que una pelea entre dos viejos amigos en una plaza. No se si sonó o no la campana. Ellos volvieron al centro del ring a darse de nuevo sin tregua. Golpe tras golpe, caída tras caída. Y al final de cada round, cuando volvían a sus rincones, se los veía discutir con sus entrenadores y les pedían con ademanes que les pararan la sangre que manaba de los cortes que iban poblando sus pómulos y sus sienes. Fue en el round ocho cuando Linares pareció terminar definitivamente la pelea. Arrinconó a Sánchez y cuando el Mortero quiso escapar por el costado, el Artillero lo calzó en dos cruces tan bien colocados que pareció arrancarle la cabeza con la potencia de sus golpes. Sánchez cayó arrodillado agarrándose de las cuerdas. Linares se apartó, mirándolo como si le pidiera que se levante, que no se deje ganar así, y Sánchez lo hizo, atontado y perdido pero al fin de pie. El réferi le hizo el conteo de protección y el minuto que quedaba para que termine el round Linares no hizo más que puntear y medirlo, pero sin tirar ningún golpe. Y entonces llegó noveno. Al principio Sánchez parecía como perdido, atontado, y Linares lo respetaba, lo miraba y giraba alrededor, hasta que el Mortero pareció despertarse y volvieron  los golpes. Y pasó el décimo y caímos en el undécimo. Linares y Sánchez volvieron a la carga como si no hubiese nada después de ese round, como si alguien les hubiese dicho que lo que los rodeaba desaparecería luego de que la campana sonase. Y esos fueron golpes más duros que los que se dieron Hearns y Hagler o Holmes y Norton. Ya no había público alrededor, ya no peleaban para contentar a todos los que pagaron una entrada. Se transfiguraron en dos pugilatos olímpicos que buscaban los laureles y tal vez el honor, el simple y primitivo honor.
Y en ese undécimo round cualquiera de los dos podría haber ganado. Pero la suerte sólo podía ser para uno. Y entonces el Mortero acertó un directo a la mandíbula de Linares que lo desplomó. Nuevamente el silencio. Y esta vez Sánchez fue el que quedó expectante, como ansiando que su contrincante se pusiese de pie. Y Linares lo hizo. Como si estuviese saliendo de un mar oscuro se levantó, se puso de pie, primero dudando, pero luego seguro, como una de esas viejas esculturas de luchadores, y asintiendo con la cabeza, haciéndole una señal al Mortero, prosiguieron con su pelea.
Cuando sonó la campana que dio por terminado el round doce, sus rostros habían perdido toda morfología humana. Esa noche fue el fin de la carrera boxística de Sánchez. Dos tarjetas anunciaron un empate, pero una tercera, le dio un punto de ventaja a Linares. No puede haber nada peor que eso. Perder por KO es comprensible para un boxeador, pero por puntos, por la apreciación de un tercero que no transpira ni es castigado sobre un ring, es casi como una burla. El anuncio pareció pasar desapercibido para ambos contendientes. Linares miraba tras esos ojos en compota a todo el mundo como abucheaba o lo vitoreaba; Sánchez no dijo nada, se bajó del ring y se encaminó hacia los vestuarios para nunca más pisar la arena.

Está de más decir que desde esa noche nunca más fui a un encuentro boxístico con papá. Él se contentó con mirarlos por televisión, yo, ya adulto, voy cada vez que la nostalgia me lo permite. Sánchez y Linares desaparecieron prácticamente del mundo. Linares se esfumó y nunca más se supo de él; de Sánchez, salió una notita en un suplemento deportivo de un diario de cuarta que anunciaba que tras la pelea  el ojo izquierdo estaba comprometido por un desprendimiento de retina. En verdad, no me extraña, golpes como lo que se tiraron esa noche  no podían ser recibidos por nadie sin acusar recibo.

Veinticinco años. Y ahí, enfrente mío tenía a Sánchez de nuevo. No es que tuviera la seguridad que era él, pero algo me decía que ese viejo canoso y medio borracho era el Mortero. Me puse de pie y fui hasta la barra pensando en qué carajo iba a decirle.  Pero como si sólo se hubiese dejado ver para despertarme algunos recuerdos de niñez, pagó rápido y salió hacia la avenida.
Cruzo la calle en dirección a esa parte de las vías que no están valladas y por la cual la gente cruza de un lado a otro de Longchamps. Corrí y le grité. Nada. Su apellido se perdía entre el ruido de los autos y los colectivos. Recién llegando a las vías lo alcancé. Mortero, grité. El viejo se paró en seco. No se giró para ver quién lo llamaba, solamente se quedó parado esperando que el pasado lo alcanzara.
-Señor Sánchez…. –dije mirando su espalda. Se giró despacio. Yo jadeaba sin saber cómo continuar. Cuando estuvo de frente a mí instintivamente miré sus ojos: el ojo derecho estaba velado por una película opaca, el izquierdo lloraba sin razón.
-Señor Sánchez…. –intenté de nuevo.
-Lo siento muchacho, usted está equivocado.- Me dijo y se dispuso a seguir caminando. En un reflejo lo tomé del brazo. Me miró fijo a los ojos. Pensé que me iba a dar uno de esos golpes que a tantos habían volteado.
-Usted es Emilio Leopoldo Sánchez, el Mortero. No me diga que estoy equivocado, fui a ver cada pelea suya. Sé que es usted.
Entonces vi lo que realmente había quedado de Sánchez: un viejo casi ciego al que no le interesaba la gloria del pasado.
-No, joven, se de quién habla, pero ese no soy yo. – Le solté el brazo. Pasó un tren. Miré a la gente en las ventanillas. Algunas personas nos miraban: un viejo y un hombre parados al costado de las vías ¿Qué pasaría por la cabeza de esa gente al vernos parados ahí?
-Perdón –le dije.- pensé que era una persona a la que admiré de chico y al que siempre tuve ganas de volver a ver.
El viejo me miró pensativo
-¿Para qué? –me dijo.
-Para preguntarle una cosa.
-Perdone que sea curioso, pero qué hubiera querido preguntarle.
-¿Por qué desapareció?-le dije dudando.
El viejo bajó la vista. Encontró una piedra ovalada y se puso a jugar con la punta del pie. Pasó otro tren en sentido contrario.
-Es simple, pibe. Sánchez no pudo ganarle a su sombra. ¿Para qué iba a seguir?
Pateó la piedra lejos, en dirección a los durmientes, me saludó con ese gesto que le había visto hacerle Linares en la última pelea y se encaminó a cruzar las vías. Vi como se iba. Otro tren pasó. Él quedó oculto tras la formación. Para cuando terminó de pasar el tren, ya no lo veía. Volví al Clarito y le pregunté a Walter si había visto al viejo, si iba siempre a esa hora. Me dijo que no, que no era un parroquiano. Entonces dudé si el viejo al que había visto era Sánchez. Dudé que los campeones vivieran para siempre.


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