miércoles, 31 de agosto de 2011

Revista Sinécdoque Nº1 | Reseña: "Tres anotaciones en los márgenes de “Brujas”, de Sofía Luppino" (Escribe Julián Mónaco)

Tres anotaciones
en los márgenes
de “Brujas”, de Sofía Luppino
Escribe Julián Mónaco

infinitas

                “Brujas” es un libro que fluye, que encuentra su pulso vital no tanto en la descripción de estados de ánimo o maneras de ser como en el discurrir de flujos, de mareas. Brota, se precipita, desaparece. En algún lugar dice Gilles Deleuze que la pregunta “¿cómo estás?” tiene algo de estúpida, porque a medida que es formulada tanto quien pregunta como quien responde están deviniendo-otres. De esa pregunta estúpida se aleja “Brujas”.
Claro que la fijeza de la identidad –de la propia y de las otras- ofrece seguridades. Pero esa es una aspiración a la que este libro ha renunciado. Aquí no hay lugar para lo unívoco: se trata de identidades infinitas, inaprensibles, cargadas de movimiento, de contingencia. Más aún: aquí no hay lugar. Esta máquina ha sido forjada afuera, a la intemperie: allí donde las desprotecciones se radicalizan, pero también las propias potencias. Potencias a las que, a partir de la primera letra escrita, les ha llegado su momento.

en juego

Si algo se narra minuciosamente a lo largo de estas páginas eso es el devenir de una vida que se sale de sí misma: una vida que –sea porque lo ha elegido o porque no lo ha podido evitar, o tal vez por ambas cosas- está ahora puesta en juego, echada a su suerte. Como anota Giorgio Agamben, “una vida ética no es simplemente la que se somete a la ley moral, sino aquella que acepta ponerse en juego en sus gestos de manera irrevocable y sin reservas. Incluso a riesgo de que, de este modo, su felicidad y su desventura sean decididas de una vez y para siempre”. Por eso “Brujas” no puede ser escrito dos veces: porque después de él ya no hay vuelta atrás.
Se trata del amor. Del amor y del desamor. La vida se sale de sí misma y está en juego porque ama y porque odia. “buscáme vos: ahora llegó tu momento”, “espantáme. ESPANTÁME. ESPANTÁME”. Las vísceras, la sangre, los fluidos y los poros hablan aquí el lenguaje del riesgo, del atrevimiento, de la impureza que experimentan los cuerpos. “Ibas despellejándome viva”. Una a una las fibras que componen la densa trama de la distinción yo/otra son destejidas: no sin dolor, no sin placer, violentamente enviadas a las ruinas que deja tras de sí -y a sus costados- “Brujas”. 

mística

Si “Brujas” puede fluir es porque encuentra su territorio en estados crepusculares, inconscientes, en las heridas, en la misma embriaguez. “Sonámbula callejera”, “noctámbula”, “soy una maga vagabunda que navega por las noches”, “me transformé en el mar más espantoso que viste jamás”. En esos territorios el yo de “Brujas” naufraga a través de sus experiencias más intensas. Experiencias que, paradójicamente, lo empujan a su propia ruina, a su disolución, lo desarman, llevándolo hasta zonas nocturnas, oscuras, de profundo desconocimiento, aún cuando se trate -al mismo tiempo- de las zonas más íntimas, más propias.
Es en el relato de esas experiencias que no le pertenecen que este libro alcanza sus momentos más incandescentes. Sofía Luppino elije contar lo heterogéneo y lo hace, pero asumiendo que se trata de una empresa imposible, destinada siempre al fracaso, pues lo heterogéneo es –por propia definición- lo incomunicable. Aquí lo único que puede tener lugar es el contagio, la inoculación: el dolor de panza, el comerse las uñas y la desorientación que provoca en el cuerpo el choque con ese flujo siempre intempestivo que es “Brujas”.

lunes, 29 de agosto de 2011

Revista Sinécdoque Nº1 | "Sin música de fondo" (Escribe Sofía Conti)


Sin música
de fondo
Escribe Sofía Conti

L
a doña no sabía que se iba a morir tan pronto. Pero así sucedió, cortito y seco como patada de bebé. Ella había hablado con los chicos algunos días antes. Nadie entendió, la vieja estaba loca. Tenía la costumbre de ritualizarlo todo, un misticismo ganado a duras penas en la tierra del trabajo, donde el único consuelo era, inevitablemente, la magia.
Últimamente les hablaba despacio, arrastrando las palabras como la cola de una novia.
-La vieja está en off, está pausada, está medio en trance, no?
Los chiquitos habían ido a la escuela como toda la semana; hoy particularmente hizo un frío duro, intenso, que dejó las plantas curtidas y las macetas con manchas de tierra seca. Parecía una premonición, un aviso reiterado, una publicidad emergente que llamaba desde hace días.
-Che, dejaste la camisa al sol, ¡la ropa se cuelga a la sombra! A la sombra del
Señor.
Le dijo al chiquito que la miraba, opacado por esa figura extensa que se ampliaba sobre el cordel. Le parecía un animal, algo austero, sin pelo, lleno de escamas, con la piel endurecida por el sacrificio y la resignación. La vieja les dedicaba esta austeridad como una canción que repetía, y repetía. Para ella el paso por el mundo tenía que ver con la guerra con uno mismo. Reservar el odio interno como algo a futuro para los pibes.
-¡Agachá la jeta! -le decía al pendejo-. Cuando te hablo, agacha la jeta!
Y él la miraba, sobresaliente, como una figura que se escapa del cuadro, él estaba en color, ella en sepia. Sentía el peso de su historia adentro, algo negro que se le escurría entre la sangre. A veces sola, en su cama, miraba el techo venido a menos, desde la falta de su esposo. Respiraba hondo y se dejaba estar, apoyando la vista en el laurel seco que colgaba de uno de los cuadros del general Perón. El olor a eucalipto y la luz siempre modesta como una bandera a media asta, hacían de su cuarto algo muy parecido a una  cueva húmeda. A ella las paredes anchas le daban alivio. Se sentía, otra vez, adentro de algo.
Hacía unos días que los había reunido a los chicos, en la mesa les dijo muchas cosas que empezaban con SIEMPRE. Dejaba la boca abierta como una palangana, y empujaba la voz para afuera, como si ese caudal necesitara de una ayuda extra:
-Vieja no te quejes más, por favor
-Che, ¡calláte la boca, mocoso! Mirá que si yo no estoy, el de arriba te va a atender mejor que yo, eh.
La doña no sabía que se iba a morir tan pronto, pero sí había dejado pasar varios avisos que se le venían encima con el cartel de lo Inevitable.
Ese día el frío calaba hondo en el cuerpo de los chiquitos que se acurrucaban entre sí para hacerle frente a la dureza del viento. La  tierra de la calle no les dejaba ver bien, y se frotaban los ojos, ellos, mientras se avergonzaban un poco de tener siempre las manos sucias. ¿Cómo hacían los otros pibes para estar limpios?, ¿cómo hacían, ellos, los otros para hablar de cosas que nunca los involucraban?
-La vieja, la vieja tiene la culpa. Parece un caballo enojado con el mundo. Y nosotros nos tenemos que bancar eso.
La vieja estaba siempre arrastrando un halo de tristeza, y para los chicos eso se podía oler, como si hiciera marcas invisibles de angustia en cada lugar por donde pasara. Ese día la escarcha había dejado una patina de brillo en el cordón de la vereda, la ruda se había quemado, y la cuadra parecía una habitación vacía, sin muebles, y sin sonido. Los chiquitos llegaron arrastrando sus zapatillas de plástico negras, antes de entrar se patinaron, y largaron una puteada al aire que cayó con aplomo sobre las baldosas grises. Parecían dos guerreros de  barro en retirada, con la punta de la lanza negra, exhaustos.
Pasaron la galería de malvones intentando no pisar las líneas que unían las baldosas amarillas. Pensaron: “que lindo seria tener un perro”, y no mucho más. Cuando el primero abrió la puerta caminó despacio, como un animal olfateando el territorio. Era raro. Fue directo al cuarto de la vieja. La vio tumbada abarcando la totalidad de la cama. Estaba rígida. Los ojos le habían quedado nerviosos, como si hubiese querido luchar con algún fantasma antes de morirse. El pibe se quedó unos segundos golpeado por la imagen de su madre. Estaba visiblemente dura. El olor a eucalipto le revolvió un poco la panza, y cerró la puerta. El otro pibe todavía estaba en la entrada. Se sintió avisado por la rareza del silencio.
Cuando vio volver a su hermano, después de un rato, pensó en el perro. Quería uno que tuviese mucho pelo. También pensó en ese espantoso olor a eucalipto, lo iba a sacar, iba a limpiar mucho. Pensó que no le importaba refregar toda su vida el piso, con tal de sacar  las marcas de la vieja.
Estaba sucio, se volvió a acordar de la vergüenza y la secuencia de los próximos días le dieron un poco de cansancio. Tenía los ojos brillantes, de un negro felino.
El hermano lo tomó del hombro y salieron despacio, tratando de no pisar las líneas que juntaban las baldosas.

viernes, 26 de agosto de 2011

Revista Sinécdoque Nº1 | "El Ensamble Policromático. Genio y figura de Editorial Mansalva" (Escribe Juan Laxagueborde)


El ensamble policromático
Genio y figura de
Editorial Mansalva
Escribe Juan Laxagueborde

Prólogo

E
s editar un lenguaje sobredeterminado y saber que en aquel acto hay una artesanía de la elección. Porque manipular, bajo el mandato de la idea de transformación, es trabajar.
El sentido puede ser también intangible, puede aprovecharse de la fijeza de los objetos para inmiscuirse en lo que somos sin demasiada diplomacia.

Tres pilares

I

Una lírica. Una épica. Un balbucear insondable. El siglo XXI vuelve a permitir estas formas de la escritura, a veces antagónicas. Ciertas energías de la década anterior son reinterpretadas. Aparece una forma de pensar que asume el riesgo del programa. Un lugar en donde se sabe posible constituir un panteón literario identificado desde su desdén pictórico hacia lo real. Es un proyecto editorial: Mansalva.

II

Entonces mancillar el corazón; sacar de su cause a la línea; entrometer horrores y cursilerías a través de una estética sutil. Son atisbos en los que podemos encontrar la cifra de estas escrituras.
Insistir raudamente. Arremetida polimorfa e incapaz de remediarse a sí misma. Gesto atroz. Ademán intempestivo, espeso y milagroso. Escupitajo desgarbado de la fuerza.
Reinaugurar linajes a la vez que afloran los fraseos en algún tiempo pasado constituidos y ahora penetrantes. Porque la garantía de un proyecto editorial reside en la mocedad de sus textos y en el montaje paralelo de una tradición que siempre esté a la espera de ser recreada. Donde se engarce la reescritura a los lenguajes contemporáneos, a las formas visuales y abstractas de las contingencias presentes.

III

Los recovecos de la cultura argentina pueden pensarse como gracia o como contienda. Los agraciados, dueños de un lugar en el cánon, cómodos en el imaginario cultural, no parecen desprenderse de la desmesura intratable de las palabras.
En cambio, algunos escritores, con lugar ganado en los intersticios sombríos de la materia, nunca garantizados, no emanan del fundamento milagroso de los santos, ni de la autopoiesis de la industria. Son hijos de la sangre de la Lengua, o de la misantropía, o del lúgubre sopor. Forjados en la payasesca desacatada, o en un colorinche vómito de incertezas, o en fantasías universales que niegan naciones.Damián Tabarovsky augura formas de izquierda a quienes esmerilan el lenguaje en una ubicación irreverente de la palabra. No podría afirmarse eso tan fácilmente. Sí que la escisión –palabra que en el ensayo de Tabarovsky no recuerdo si aparece, pero que no sería malvenida- es argumento identitario para algunas estéticas. Allí, en Mansalva, aparece. Lo escindido es siempre lo que se salvaguarda de la ósmosis unilingüe. De la integración mimética.
               



Ocho emergencias

I

En el proyecto editorial de Garamona se produce este ensanchamiento hacedor de lugares. Se establecen puntas por donde se ubican, sigilosas, gramáticas afines. Entre los colores chirriantes de las portadas se fragua un universo de destellos que, más allá de formar parte, de darle identidad que se nota de lejos, los pone en juego como torbellino y mezcolanza. Cromáticas paralelas y oblicuas: De Aira a Guebel. De Carrera a Casas. De Prior a Durand. De Laguna a Mattoni.
Pero si se enarbola consecuentemente la conformación de un linaje es para, a la vez, arriesgar una historia de la literatura argentina de los últimos 50 años. Una línea híbrida en la que, imagino, sólo faltarían, por ejemplo, la cocoliche peripecia de los textos de Puig y la radicalidad delirante de Copi.

II

Ricardo Straface –además fino destructor, en sus nouvelles, de las pacaterías cómicas- ha publicado la totémica biografía del más joven de los Lamborghini, que debemos considerar sobremanera.
Un hito relee y morfologiza a su modo, de manera indómita, la obra de un autor. Organiza la desorientación de la voz entrecortada. Una obra que rastrea otra obra y la duplica en volumen. Enaltece. Porque Lamborghini se quería escritor y se sabía desgarrado. Se anhelaba publicado y se reconsideraba indescifrable. No era ni fetiche, ni marginal. Sí forma del maldecir escrito en donde ahora buscamos como arqueólogos o hermeneuta el género de la Desmesura.



III

Otra obra fundamental, de las que entretejen el ornamento de una estética editorial, es Linaje, de Gabriela Bejerman.
Linaje podría deber su nombre a las congojas oscuras del derrumbe familiar y existencial en el que se encuentran los personajes, o a la amenazante sonrisa de las muchachas de la portada. Pero también a la fragua de donde emana. Porque la escritura de Bejerman es también una reescritura: la de tiempos pasados y la de nuestro presente. Una desvariación gramatical con reordenamiento del género. Quiero decir: multiplica formas de prosa pretérita de una épica de los sentimientos. Algo que a la vez enternece cuando logra sustancializar paradojas de la contemporaneidad juvenil, tan visitada en la literatura actual, pero deshaciendo los núcleos típicos por donde generalmente se arriba a esas instancias.

IV

El mundo de la edición asevera que puede hablarse de una buena encuadernación cuando a un libro lo tomamos de una de sus páginas del medio y, moviendo nuestra mano de arriba hacia abajo, como recreando un yo-yo, probamos su resistencia a la ley de gravedad. De lejos, una mirada fuera de foco, turbia, nos muestra un ave descuajeringada en vuelo sobrio.

V

La estética que se hace un lugar también se agrupa. Hace sistema, posee coherencia interna. Las editoriales pequeñas, surgidas hacia mediados de la década del 90, demostraron estas afirmaciones. Pero sólo fueron contemporáneas.
Mansalva, hacia mediados de los 2000, postula una línea más allá en donde retener la idea acerca de cómo lo editorial apuntala lo autoral: inaugura y retrotrae. Vandaliza  y respeta.

 VI

Diego Meret y Daniel Durand, plantean, a su modo, en sus respectivos libros, una mirada acerca de cómo fueron sus primeros coqueteos con las hojas del papel ennegrecidas por literatura. Desde el seno materno o en la diminuta biblioteca familiar parecen intuir que las palabras no se volatilizan sino que pesan por su propia gravitación fonética.

VII

Fogwill, que puede pensarse como eje de las diversas líneas que Mansalva viene constituyendo, ha muerto hace unos meses. Puede leérselo como un hacedor del trasvasamiento generacional de un tipo de literatura que siempre se sobreimprime, novedosa, a sí misma. Él, sin dudas, puntilloso editor y perspicaz divulgador de recomendaciones apologéticas y despreocupadas, escondía un fraterno rol de mecenas amistoso. Fue un forjador. Entre las palabras que constituyeron su vasta bibliografía gestó un microclima. El submundo imaginado, acerca del cual escribía, era el suelo en donde nadie es autónomo; donde cualquier movimiento se intuye apesadumbrado por un telón lúgubre y una contienda del lenguaje que exige la lectura oblicua del filólogo –recordemos la milnombrada “Los pichiciegos”-. Pero dentro de ese cosmos nebuloso, hubo tintineos: el rapto último y fundamental de quienes sabemos que ninguna turbiedad mundana nos borrará la sorna vital.
Sin Fogwill aún queda el peso de las palabras pensadas como diagnóstico desacatado sobre algo que nunca termina de demostrar todos sus harapos. Ese algo para algunos es la realidad, para Mansalva -si se me permite el rapto del tesista- ese algo es saber que el mundo no es necesariamente lo que es. El mundo, el universo, ese panegírico de cosas que nos rodean, abstractas o concretas, es un crisol insondable al que siempre se le puede integrar una figura más, otro color que lo resalte.

VIII

El futuro siempre augura líneas de palabras oblicuas, querellas idiomáticas y culturales, reposicionamientos. La causa más considerable de que prolifere una idea de la literatura –juiciosa, parcial, no por eso desdeñable- establecida a través de tradiciones sensibles es que deja un casillero más, siempre, al lenguaje del mañana. Esta es la tarea que respira entre las ediciones de Mansalva. Un segmento más para el lenguaje que emerja de reconocerse en una tradición conciente de su épica cocoliche, chorreante y desesperada.

Epílogo

Trascender el trabajo como mera manipulación que objetiviza. Asociar independencia a invención. Pedalear en el aire; ahogarse; leer con los pies. En compañía.
­

miércoles, 24 de agosto de 2011

Revista Sinécdoque Nº1 | Literatura(s) + "Héctor Viel Temperley: El poeta que comulgaba en el mar" (Escribe Juan Martín Bregazzi)

LITERATURA(S)


Señor, quizá esté vivo. Le vi cómo batía
las olas y cabalgaba sobre ellas.
Seguía a flote y rechazaba la embestida
de las aguas, afrontando el oleaje.
Su audaz cabeza descollaba sobre olas
en combate y, remando con brazos vigorosos,
alcanzó la costa.

La tempestad, Acto II, escena II.

La del nadador es una buena imagen para pensar un tipo de interacción fértil y productiva entre las tradiciones -¡nunca la tradición!- y los textos nuevos. El nadador produce activamente la corriente que lo sostiene: doma las olas, pero para que ellas, a su vez, le den impulso. En La tempestad, Fernando, el protagonista,  se encuentra con una fuerza, y es justamente esa pugna, ese tener un otro antagónico y resistente el que le permite actuar sobre ese océano y nadar en él. Se trata de un combate a vida.
       
Una interacción y un diálogo fecundos entre textos jóvenes y unas tradiciones que esperán a ser recreadas es, precisamente, aquello que Juan Laxagueborde apunta como el rasgo distintivo del proyecto editorial Mansalva. En El ensamble policrómatico interacción debe leerse como todo lo contrario a una integración pobre, mimética. Se trata, para Mansalva, de asegurar el presente como espacio de creación y de brazadas frenéticas.

Fruto del azar, Juan Martín Bregazzi escribe para experimentar un encuentro con su tío abuelo: Héctor Viel Temperley. Como en las poesías de “Etomín”1, el lenguaje se emancipa un poco de la mera función instrumental que solemos atribuirle: no ocupa ya el lugar del medio para la comunicación, sino el de un territorio que permite explorar, ir más allá. Esa comunión entre Juan Martín y su tío abuelo nos permite, además, anudar los versos del escritor argentino con nuestras propias lecturas de El erotismo, de Georges Bataille: porque Viel Temperley también escribe a la nostalgia por la continuidad perdida –con la naturaleza, con les otres-, encontrando en la inmensidad del mar la posibilidad de ser, parafraseando a Bataille, “una ola perdida en la multiplicidad de las olas”.

La literatura, como dispositivo de diálogo entre lxs muertxs, lxs vivxs y lxs veniderxs, nos permite husmear en otras formas de escritura. Sin música de fondo, de Sofía Conti, nos sumerge en un recorrido otro: aquel de tiempos más lentos, de pausas aguantadas y de momentos sin aliento. El paisaje que nos ofrece alude a una especie de ruralidad perdida que Sofía rescata sin mención explícita. 

En los tres textos el lenguaje sale a flote. No se trata solamente de un medio de expresión: la escritura hace de sí misma  una experiencia. Tampoco resulta importante si los textos representan a la literatura contemporánea. Lo valioso es lo que nos presentan.


Notas

1 Tal como llamaban sus allegadxs a  Héctor Viel Temperley.

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Océano/Poesía/Erotismo

HÉCTOR
VIEL
TEMPERLEY:
EL POETA
QUE COMULGABA
EN EL MAR
Escribe Juan Martín Bregazzi

Todas las lágrimas de mi vida volverán a mis ojos, y por las
hondas sedas de un pecho de caballo querré internarme,
huir, refugiarme en mi casa de trozos esparcidos de ballena: mi casa
como cuerpo de varón recién nacido en el tórrido vientre del silencio.
Héctor Viel Temperley.

Etomín y sus abrazos de agua

Una vida espiritual, entre el campo y el agua, entre brazadas, crawls y momentos de soledad, es lo que leo en las poesías de mi tío abuelo. Porque Héctor, mi tío, era poeta, y de esos que no pasan desapercibidos. Héctor Viel Temperley o Etomín, como lo llamaba su familia, murió en 1987 cuando yo tenía dos años. No lo conocí en persona;  me enteré de su existencia hace unos años, cuando por casualidad di con algunos de sus libros en la biblioteca de casa. Lo que más sé de él lo obtuve de sus poemas. Sus experiencias, visiones y sentimientos fueron conformando lo que ahora es para mí. No sólo mi tío abuelo, claro, sino también un poeta con mucho talento, un hacedor de imágenes fértiles sobre la tierra y el alma.  Héctor o Etomín fue también el tío de mi viejo, y como un segundo padre para él. Esa relación que forjaron –aunque fragmentaria y esporádica- fue tan importante para mi papá que, cuando recuerda a Etomín, lo hace con los ojos empañados de lágrimas.
Para el ‘nadador’ Octavio, con un abrazo de agua reza la dedicatoria que mi tío abuelo le escribió a mi papá sobre la segunda página de su libro El Nadador. Ambos compartían un placer enorme por el agua, por la necesidad de meterse y bucear en ella. Soy el nadador, Señor, sólo el hombre que nada. Gracias doy a tus aguas porque en ellas mis brazos todavía hacen ruido de alas, escribió en uno de sus primeros libros, donde se advierte también una relación especial con la naturaleza, la tierra y la vida alejada de la ciudad. Mi viejo se acuerda de Etomín como aquel que fue el padrino de su confirmación, como aquel que viajaba a realizar retiros espirituales, todos los años. Como el que le regaló, una vez, una herradura que pasó a ser –desde ese momento- un elemento central en su escritorio. En ese entonces mi papá ya había perdido al suyo, en un accidente automovilístico. Héctor, sin saberlo, pasó a ser, un poco, la figura paterna que persistió en su vida desde ese momento. Etomín fue un nómade y nunca vivió en una casa que sintiera como su verdadero hogar. Su andar moldeó lo que fue:

Pienso un poco en mi casa. No, nunca tuve casa. / Pienso un poco en mis hijos. / Mis hijos son mi casa / como estas estrellas son la casa / de mis ojos.
(Plaza Batallón 40 – 1971)

Etomín nació en 1930. Empezó a escribir en verso a los 15 años, mientras cursaba el secundario en el colegio de Barrio Norte “Champagnat”. Al egresar entró a trabajar en el diario Crónica, pero al poco tiempo decidió cambiar de rubro y probar con la publicidad, un sector laboral en ese entonces poco común. Intento imaginarme qué habrá sido laburar como publicista en los años ‘50, y sólo se me presentan imágenes de heladeras SIAM de los diarios de la época. Desconozco si habrá sido algo así lo que hizo en un principio, pero sé que paralelamente solía escaparse durante semanas al campo que la familia tenía en Dolores. Ese campo en el que después trabajó, que está ubicado al lado del bar “Al ver verás” en ruta 2, es uno de los escenarios típicos de los poemas de Viel. Sus caballos, la tierra, el mar. Pero también Dios, Jesús y un trasfondo religioso que comenzó a influir, cada vez con más intensidad, en sus últimas obras.

Es difícil llegar a la capilla: se puede orar entre las cañas / en el viento debajo de la cama.
(Pabellón Rosetto, Hospital Británico -1986 ).

Jesucristo aparece a través de un rufián.

“Los primeros libros de Viel pertenecieron cabalmente al ámbito social y cultural de dónde provino; después sus propias entradas y fugas tornarían cada vez más excéntricos los siguientes” afirma el prólogo de una edición venezolana de Hospital Británico, el último libro de Etomín. Es que en sus primeros libros Poemas con caballos (1956), El nadador (1967) y, Humanae Vitae mia (1969)- se nota sólo de manera germinal todo el carácter “religioso” y espiritual de sus últimos libros. “La de él es una búsqueda espiritual, y su escritura es ni más ni menos que la puerta de acceso a ese espacio divino”, escribe Julián Garino. Y agrega: “Viel no mira el mar acordonado desde una playa con una pipa en la boca. No, Viel está allá adelante y lo único que vemos de él son los arcos que dibujan sus brazadas mar adentro y que se asoman entre las olas”.1. Una “mística trastocada” dirá la crítica que la obra de mi tío abuelo propone2. Una comunión entre lo terrenal, lo corporal y el alma, diría yo.
Entre mis ojos y los ojos de Christus Pantokrator nunca hay piso. Siempre hay dos alpargatas descosidas, blancas, en un día de viento.
(Hospital Británico, 1986)

La vida bohemia de Etomín y -su forma poco común de referirse a la fe- no debe llevar a caracterizar a sus creaciones como impertinentes o sacrílegas, sino todo lo contrario. El respeto que tenía por lo religioso y sus figuras es incuestionable. Lo que es cierto es que su forma de concebir la espiritualidad está relacionada con el plano de lo material, y esto genera asombro en sus nuevos lectores. “Dios es idéntico a un marinero, tal vez un marinero judío, por la mandíbula tan fuerte, cuadrada” dijo una vez en una entrevista3, haciendo alusión, también, a la tapa de Crawl (1982). “¿Un poeta religioso? No. De ninguna manera. Seré un místico, un poeta surrealista, cualquier cosa, pero no religioso. Hablo de marineros y de nadadores. Jesucristo aparece a través de un rufián, de un vago, de un bañero. Pongo ‘besarme el rostro en Jesucristo’ queriendo decir que Cristo me había llevado a besarme a mí mismo en él. En él, pero a mí mismo, eso es lo que me interesa. No me dirijo a él dejando de lado mi amor por esa chica al lado de la lámpara: lo busco ahí”.
Reseñas y alejamientos conscientes
Los críticos literarios hablaron de él y coincidieron en caracterizarlo como uno de los mejores poetas del siglo XX4. Pero a Etomín nunca le interesó involucrarse en el campo literario, ya sea yendo a charlas o jactándose de lo conseguido con su obra. “Su visión de la existencia humana pasaba por el cuerpo y la fe en Dios”, explica su hija Soledad, en una entrevista otorgada a una revista de poesía. “Por ello nunca le interesó presentar un libro, participar de ninguna mesa o debate literario, ni siquiera producir crítica literaria. Siempre se mantuvo al margen y era consciente de su elección.”
“Siempre huí de las presentaciones” afirmó Viel. “Tenía la intención de romper mi poesía; la notaba demasiado rígida, como atada a un molde, un principio, un medio, un fin: sabía qué iba a decir. Después pasé a decir, a ver, empezó a interesarme la poesía que me permitía no solamente esconderme sino evadirme y hacer un mundo, tener un mundo.” El punto de inflexión y de cambio pareció llegar después de Carta de Marear (1976). Sus últimos tres libros, Legión Extranjera (1978), Crawl (1982) y Hospital Británico (1986), comparten un estilo más libre, irracional y surrealista.
Los nueve libros de Héctor -más las reapariciones de sus poemas en diversas antologías- fueron editándose con el tiempo en varios países, sobre todo en Latinoamérica. En los próximos meses sus obras arribarán a España. Por la publicación de su primer libro, Poemas con Caballos (1956), recibió la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores. Ese mismo año se casó con Maruca, la tía de mi papá. Con la repercusión de sus creaciones en nuestro país ocurrió lo que sucede a menudo con los poetas que no apuntan a un público masivo: comienzan a ser conocidos sobre todo después de su muerte. El novelista Fogwill, por ejemplo, lo mencionaba mucho en las entrevistas que le hacían; recordaba a Viel como un poeta singular y necesario. Incluso se han publicado investigaciones financiadas por el CONICET sobre Etomín5. Pero, así y todo, en la actualidad no deja de ser un escritor esencialmente “de culto”, seguido por un grupo de lectores pequeño pero fiel.
En 2004 Ediciones del Dock publicó sus Obras Completas. En el prólogo, Tamara Kamenszain advierte que “un ángel acompaña la obra poética” de Etomín. Pero es un ángel que camina, descalzo y bajo el sol, largos trechos de arena y tierra argentina. Andrés Ugueraga comenta en ese sentido que “sus versos guardan la frescura de la arena y del mar. Insinúan esas imágenes en que el agua, el sol y el airoso cielo azul de algún verano, siempre o casi siempre están. El lector, al toparse con las Obras de Temperley suele sentir un dejo de agradecimiento”

Sé que a la tierra me unen dos tobillos, / y sé que boca abajo, en mar o pampa, / sólo los siento por la espuma, el pasto / que arrojan desatados a mi espalda. / Pero sé que si el cuerpo se me tiende / hacia los cielos, boca arriba el alma / y nadada por nubes que no vuelven / a cruzar otra vez por mi mirada, / se resuelven en cepo mis tobillos / y siento que me ahogo sin dos alas. (El cepo – Poemas con Caballos, 1956)

El libro que se armó solo.

Tuvo siete hijos: Juan Cruz, María Victoria, María Clara, María Verónica, María Soledad, Juan Bautista y Facundo. El primero murió un año después del fallecimiento de Etomín. La enfermedad, la muerte y el dolor fueron, también, temas recurrentes en la escritura de Viel, sobre todo después de su internación en el Hospital Británico –donde engendró el libro homónimo. “Caí enfermo cuando vi a mamá que quería morirse, y murió cuatro días después de que a mí me trepanaran. Me operan del mate y a los dos o tres días salgo al jardín. Iba del brazo de mi mujer. Nos sentamos delante de un pabellón, al que llamo Pabellón Rosetto. Volaban unas mariposas y había unos eucaliptos muy hermosos, nada más que esto, y fui rodeado y traspasado por una sensación de amor tan intensa que me arruinó la vida en el mundo. La sensación de estar rodeado por cielo, y de que ese cielo me tocara como carne, y que podía ser la carne de Cristo y que al mismo tiempo lo tenía a Cristo adentro...Yo era amado con una intensidad que estaba en el límite de lo soportable. Eso duró una semana. Cuando volví a casa me tiré en el living y abrí la ventana para que el viento moviera la enredadera y estuve hasta el amanecer tratando de recuperar ese estado de comunión, pero no apareció nada”.
Esa sensación de amor y éxtasis indescriptible, esa experiencia de “intensidad”, es la que se lee en Hospital Británico. Allí afirma que su madre es la risa, la libertad, el verano, pero que a “veinte cuadras de aquí yace muriéndose”. Se pregunta, páginas más adelante: ¿Quién puso en mí esa misa a la que nunca llego? Quién puso en el camino hacia la misa esos patos marrones – o pupitres con las alas abiertas- que se hunden en el polvo de la tarde sobre la pérgola que cubrían las glicinas? Cuenta que cuando le dieron el alta salió “volando” del hospital con “la cabeza abierta”, decidido a ponerse a escribir. Con Hospital Británico creyó que había logrado salir del mundo, sin saber bien para qué.

Tengo la cabeza vendada. Permanezco en el pecho de la Luz horas y horas. Soy feliz. Me han sacado del mundo.
(Hospital Británico, 1986)

“El cielo estaba en la enfermera que pasaba” ilustra con maestría. Pero Etomín se encarga de aclarar que ese fue “el libro de un trepanado” y que “el que escribió ese poema no existe más”. Como bajándose del podio de las buenas críticas recibidas, niega haber sido el autor –consciente- de esos poemas. Un libro que se escribió sólo,  que lo encontró a él mientras él permanecía desconectado de la tierra. “Escribí lo que habla de la muerte de mi mamá y el resto en el estado de un tipo que se había salido de la realidad, porque tenía un huevo en la cabeza”.

Necesito estar a oscuras. Necesito dormir pero el sol me despierta. El sol, a través de mis párpados, como alas de gaviotas que echan cal sobre mi vida; el sol como una zona que me había olvidado.
(Hospital Británico, 1986).

Viel murió un año después de la publicación de este libro, en 1987. El tumor cerebral que lo había llevado a internarse avanzó con él. Con sólo 54 años, mi tío abuelo falleció dejando nueve libros repletos de poemas a la vez místicos y terrenales. Extasiado por las experiencias que su andar hizo posible, Viel se sentía en comunión no sólo entre las cuatro eclesiásticas paredes que habrán auspiciado alguna vez como lugar de oración. No sólo en misa, frente a un sacerdote. Si no, y sobre todo, cuando cabalgaba por las tierras de su pampa, cuando se arrojaba al mar, en la búsqueda de ese horizonte infinito.

Cuando yo era muy chico vivía en Vicente López, y todas las mañanas mamá me llevaba al río, cargado en la espalda. Yo todavía no sabía caminar. Y un día me caí al agua. Recuerdo que estaba sentado debajo del agua en paz, sin extrañar absolutamente la vida, la respiración, el mundo. Lo único que sentía era el éxtasis de ver una pared color tierra cruzada por el sol: era un manto anaranjado que yo tenía ante los ojos. Era feliz.
(Héctor Viel Temperley6)


Notas
1 Garino, Julián , “Brazadas de Viel”, Revista Con-versiones, 2003.
2 Milone, María Gabriela, Héctor Viel Temperley. El cuerpo en la experiencia de Dios, Ferreyra Editor, Córdoba, Argentina, 2003.
3  Bizzio, Pablo “Viel Temperley: Estado de Comunión”, Revista Vuelta Sudamericana, Nº 12, Buenos Aires, julio de 1987.
4  Sylvester,  Santiago, “Viel Temperley: ¿Un místico entre nosotros?”, en Ediciones del Dock Blog, disponible en http://deldock.wordpress.com/2008/11/21/viel-temperley-%C2%BFun-mistico-entre-nosotros/, fecha de consulta: abril de 2011.
5 “Movimiento, ritmo y sujeto en la poesía de Héctor Viel Temperley”. María Amelia Arancet Ruda (UCA, CONICET).
6 Ioskyn, José, “Héctor Viel Temperley, un místico de nuestro tiempo”, Revista Consecuencias,  Abril de 2010.


lunes, 22 de agosto de 2011

Revista Sinécdoque Nº1 | "Alternativas para el ocio..." (Escribe Nicolás Israel)

Alternativas
para el ocio
(o un tributo a Maravillosas ocupaciones, de Julio Cortázar)
Escribe Nicolás Israel

A bra la puerta del horno y enciéndalo. Durante la siguiente media hora lea a Orwell o ponga en una bolsa toda la ropa que ya no le entra. Una vez transcurrido este período, acérquese nuevamente a la cocina. Moje su mano con agua y arroje unas gotas hacia la superficie del horno. Intente dilucidar cuál es el sonido exacto que emite el líquido al golpear contra la base caliente, a saber: pzz, czz o tzz. No acerque mucho su oreja: se puede quemar. Cuando se frustre, repita el proceso, pero, en lugar de gotas, dispare breves chorros. Entonces, su desafío sufrirá una modificación, a saber: pzzzz, czzzz o tzzzz.
Enciérrese en un baño. Párese frente al espejo, la cara paralela al suelo, fija la mirada en el usted de enfrente. Acérquese hasta que su nariz roce el reflejo de su nariz. Ahora, sin cerrar los ojos, bésese profundamente: explore con su lengua todos los rincones bucales de su oponente simétrico. Mientras lo hace, permítase dudar de su sexualidad. Al finalizar, lávese los dientes: el eucaliptus fresh le resultará mucho más agradable que su terrible aliento a espejo.
Entre a cualquier vagón del subte, de cualquier línea, en cualquier dirección. Quédese parado en la mitad del vehículo. Mire hacia el costado y, con su tono más común e indiferente, diga “alféizar”. Cuando varios pasajeros, perturbados por la interrupción del silencio, volteen hacia usted, dígalo nuevamente. Camine por todo el lugar sin dejar de pronunciar la misma palabra. Al cabo de unos minutos, siéntese en el piso, apoye los codos en sus rodillas y tápese la cara con la palma de sus manos. Llore. Grite “alféizar”. Grítelo como si se hubiese recostado sobre un batallón de agujas. Al llegar a la última estación, abrace a cuanto individuo tenga a su alcance. Salga, súbase a un taxi y pídale que lo lleve a almorzar.



viernes, 19 de agosto de 2011

Revista Sinécdoque Nº1 | "Nombrar la muerte: acerca de “el niño proletario”, de Osvaldo Lamborghini " (Escriben Julián Mónaco y Alejandro Pisera | Ilustra Jerónimo Tuñón)

    Estado/Violencia/Narraciones                . 

Nombrar la muerte:
acerca de “El niño proletario”, de Osvaldo Lamborghini
Escriben Julián Mónaco y Alejandro Pisera
Ilustra Jerónimo Tuñón

N o debemos pensar al Estado solamente como un aparato político, sino también como una máquina cultural1, una máquina de inventar relatos. Esos relatos, esas narraciones estatales, intentan –muchas veces- ocultar la historia del Estado (su fundación, su sostenimiento) cuya verdad es la de la violencia ejercida sobre los cuerpos. Siendo que el Estado y la dominación de ciertas clases por sobre otras se funda sobre la violencia, ese Estado y esas clases tienen que contar historias que la escamoteen, historias que desplacen esa violencia pues, como afirma Terry Eagleton, cuando el Estado pone de manifiesto el uso de la fuerza -su poder para disciplinar y castigar-, la dominación se hace evidente, pudiendo convertir al poder en objeto de contestación política. Así, “para el poder es mucho mejor, en general, permanecer convenientemente invisible, diseminado por el entramado de la vida social y, de este modo, naturalizado como hábito, costumbre o práctica espontánea”2
Para nosotros, El niño proletario de Osvaldo Lamborghini es un relato alternativo y opositivo a la narración estatal pues, justamente, exacerba, hiperboliza esa violencia ejercida sobre los cuerpos que determina la dominación de una clase por sobre otras. Al ocultamiento, Lamborghini le responde con una operación directamente inversa, con la exposición más cruda: “a empujones y patadas zambullimos a ¡Estropeado! en el fondo de una zanja de agua escasa. Chapoteaba de bruces ahí, con la cara manchada de barro (…) Gustavo le tajeó la cara al niño proletario de arriba hacia abajo y después ahondó lateralmente los labios de la herida. Esteban y yo ululábamos”. Es la representación del niño subalterno despojada de toda “caridad” o idea de consuelo o reparación: una representación a pura violencia, pura violación y pura muerte. Y a puro goce, también.
Como Rodolfo Walsh, Lamborghini discute con el Estado acerca de la verdad, pero no en este caso la verdad de un símbolo popular (como sucede en Esa mujer) sino la de los relatos que la máquina simbólica Estado genera para ocultar que también es una máquina de la violencia. Esa violencia es la que trae a primer plano Lamborghini. Tan grave como reducir al Estado a un aparato político sería entonces –repitiendo el error culturalista-  reducirlo a una maquina cultural, en tanto el Estado es también aquel que, como afirma Weber detenta el monopolio de las fuerzas coercitivas legítimas3.

En este esquema de operaciones simbólicas para ocultar la violencia, el Estado cuenta con un instrumento de importancia central: la escuela, la máquina más exitosa de producción y difusión de relatos. Así, la operación de la maestra de nombrar “¡Estropeado!” a Stroppani puede leerse como una operación equivalente a la de un Estado que, en su fundación, nombró como “desierto” a un territorio habitado por “los indios”. Nombramiento que legitimó su exterminio. Del mismo modo, señalar al niño como “¡Estropeado!” (es decir, como algo inservible, arruinado, carente de toda potencia) es legitimar la violencia ejercida sobre él: los tajos, los golpes, la violación, el desprecio. Por eso puede decir con toda seguridad Eduardo, niño burgués que narra: “desde este ángulo la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y natural. Es un hecho perfecto”.
   
Mucho más honesto y útil que interrogarse hipócritamente por cómo ha sido posible un asesinato tan atroz –haciéndole el juego al espectáculo- es indagar atentamente en los dispositivos y operaciones que hacen posible que un ser humano pueda ser radicalmente privado de todo derecho, al punto de que cualquier acto cometido contra él o ella se vuelva literalmente posible. Al punto de que su muerte pueda constituir un hecho legítimo y perfecto. En nuestra perspectiva, el efecto principal de ese “¡Estropeado!” lanzado por la maestra que Lamborghini repone una y otra vez no es otro que el de producir una vida descualificada, estropeada, cuya condición de “matabilidad” deviene así óptima. La muerte del niño proletario puede ser perfecta porque es una víctima perfecta.
    Frente a una suerte de mitología que señala que el ser humano nace desnudo y luego es arropado con el vestido de los símbolos, de las identidades, preferimos seguir aquí la propuesta de Giorgio Agamben quien ha señalado que, por el contrario, el ser humano es, antes bien, un sujeto siempre-ya vestido con capas simbólicas diversas al que luego se desnuda: de una forma de vida a la vida desnuda, la vida convertida en mera materia biológica4. Esa suerte de “desvestir” simbólico, a través de sucesivas cesuras y cortes, es el que ejecuta el Estado encarnado en el sistema escolar sobre el niño proletario.

Cada nuevo grito de la maestra es un desgarramiento más y forma parte de un minucioso y paciente trabajo de elaboración de eso que Agamben denomina nuda vida: una vida radicalmente desprotegida a la que se puede dar muerte sin por ello cometer un asesinato, pues ha sido abandonada, nombrada como una vida que no merece ser vivida. Ante esa vida se han topado los niños burgueses.

Siguiendo ahora a Michel De Certau, el gesto de nombrar también nos habla de una relación desigual: hay quienes poseen el poder de la nominación (sujetos poderosos, instituciones) y hay quienes no lo poseen y son nominados. El niño proletario, como los sectores subalternos, no puede administrar los modos en que se lo enuncia. Su condición predominante es la afasia.
Una intuición: publicado en 1973 El niño proletario anticipaba con crudeza la radical exposición a la condición de vidas desnudas a la que serían sometidas las vidas de muchas personas en la Argentina de aquellos años, y en los venideros. 

    En la entrevista que hace las veces de prefacio a Estado de excepción –realizada por Flavia Costa- Agamben se ocupa de dejar en claro el hecho de que aquello que llama vida desnuda o nuda vida no es nunca un dato natural, sino una producción específica del poder. “En cuanto nos movamos en el espacio y retrocedamos en el tiempo, no encontraremos jamás –ni siquiera en las condiciones más primitivas- un hombre sin lenguaje y sin cultura. Podemos, en cambio, producir artificialmente condiciones en las cuales algo así como una nuda vida se separa de su contexto: el musulmán en Auschwitz, el comatoso, etcétera”. Ni siquiera en las condiciones más primitivas podemos encontrar un hombre sin lenguaje, sin embargo el poder sí puede producirlo artificialmente: “¡Estropeado! no podía gritar, ni siquiera gritar, porque su boca era firmemente hundida en el barro por la mano fuerte militari de Gustavo”.  Sistemáticamente impedida, la voz del niño proletario es una potencia que nunca puede actualizarse. Tanto es así que cuando el niño proletario abre su boca no es para otra cosa que para practicarle sexo oral al narrador, uno de los niños burgueses que lo atacan.
                   
He aquí, entonces, nuestro camino de lectura: presentar el texto de Lamborghini como una contestación expresa al escamoteo de las narraciones estatales. Contra una hegemonía hermenéutica que describe al Estado como un espacio de consenso, como un articulador objetivo de las relaciones sociales, Lamborghini expone la dominación fundada en la violencia, en el odio de clase. Contra un relato oficial de la escuela que la supone como lugar de “igualación”, como lugar que zanjea diferencias de clase, Lamborghini opone un relato que ubica a la escuela como lugar donde esa  disimetría de clase encuentra legitimación. Así, disputa la hegemonía de los relatos estatales, exponiendo ese costado que el relato oficial oculta: la violencia sobre la cual se monta. Y el cuento de Lamborghini es la clara exposición de esa violencia, simbólica y física, que instaura y reproduce una desigualdad.

Post scriptum 1. Israel y los orígenes del Estado.

Siempre que nos retrotraigamos lo suficiente en el tiempo encontraremos que toda propiedad o dominio sobre la tierra se funda sobre la violencia. Esa violencia primera, que también es la que funda los Estados, sólo puede sernos desconocida porque una compleja y eficiente máquina de relatos se ha montado sobre ella, ocultándola y desplazándola.
La violencia originaria de los Estados constituye el “crimen fundador” del que tantos pensadores políticos han hablado y que debe ser sistemáticamente mitigado a través de narraciones heroicas, legitimadoras de un estado de cosas pasadas y presentes.
Si partimos desde esta perspectiva, el caso de Israel es un caso particular que merece ser atendido, pues, como ha sugerido Slavoj Zizek, Israel se constituye como Estado cuando tales crímenes fundadores ya no son aceptados por la “comunidad internacional”.  La desgracia de Israel, dice Zizek, es que se estableció como Estado-Nación uno o dos siglos después que el resto de los Estados modernos, cuando los Estados ya no están exentos del juicio moral y pueden ser juzgados por sus crímenes5. Cuando el realismo político (“sólo es tuyo lo que puedas defender”) que sostiene la primacía de lo político sobre la moral se ha debilitado como fundamento de legitimidad.
Como una suerte de ventana que mira hacia el pasado, Israel nos muestra a un Estado que aún no ha logrado reprimir, enviando hacia tiempos inmemoriales, la violencia siempre ilegitima (e infundada) sobra la que se ha fundado todo Estado. Nos muestra aquello que la máquina estatal de relatos pretende hacernos olvidar.

Post scriptum 2. Relatos de Mercado.

A un Estado estallado, cuya capacidad de constituirse en el nomos cultural de la sociedad está ahora en discusión, le corresponde un Mercado prolífico en la producción de relatos y ficciones sobre y para esa misma sociedad.
Para escritores como Lamborghini o Walsh podía resultar fácil disputar los relatos de la maquina-Estado, pues solo era necesario disputar lo arbitrario de su legitimidad así como su rol de garante de ciertas relaciones sociales desiguales. Al Mercado, por el contrario, le corresponden una multitud de narraciones. El Mercado nos habla todo el tiempo, y desde diferentes lugares y roles. Lo que hay que contestar, en consecuencia, es una profusa trama de relatos aparentemente disímiles, que ocultan una multitud de violencias cotidianas.
Entonces: ¿cuál es el relato del Mercado? ¿Hay un relato? ¿Cuál es el adversario? ¿Cómo identificarlo? ¿A qué violencias responderle? Disputarle al Mercado su verdad o sus verdades –y a quienes, por beneficio propio, las insuflan-, oponerle otra u otras verdades cuando las suyas han saturado casi por completo nuestra conciencia (y nuestra inconsciencia) puede resultar sumamente complejo, pero es el modo de recoger el guante. Allí hay una tarea impostergable, y suficiente aire como para que nuevos y nuevas escritores y escritoras encuentren su respiración.

Notas

1 Sarlo, Beatriz: La máquina cultural. Buenos Aires, Planeta, 1998.
2 Eagleton, Terry: Ideología. Una introducción. Barcelona, Paidós, 2005.
3 Weber, Max: Weber, Max; Economía y Sociedad, FCE, México, 1992.
4 Agamben, Giorgio: Estado de excepción, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2007.
5 Slavoj, Zizek. Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Buenos Aires, Paidós, 2010.


Bibliografía

Eagleton, Terry: Ideología. Una introducción. Barcelona, Paidós, 2005.
Agamben, Giorgio: Estado de excepción, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2007
Agamben, Giorgio: “Qué es un campo” en Revista Artefacto nº 2, Buenos Aires, 1998.
Sarlo, Beatriz: La máquina cultural. Buenos Aires, Planeta, 1998
Weber, Max: Weber, Max; Economía y Sociedad, FCE, México, 1992.
De Certau, Michelle (en colaboración con Dominique Julia y Jacques Revel): “La belleza del muerto: Nisard”. En La cultura plural, Buenos Aires, Nueva Visión, 1999.
Slavoj, Zizek. Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Buenos Aires, Paidós, 2010.