lunes, 15 de agosto de 2011

Revista Sinécdoque Nº1 | "Hacia una inseguridad menor" (Escriben Gabriela Iriarte y Pino Oroz | Ilustran Genghis + Mira)

    Represión/Menores/Imputabilidad                .  

Hacia una inseguridad menor
Escriben Gabriela Iriarte y Pino Oroz
Ilustran Genghis + Mira

El juego es así: hay dos bandos, el de los policías y el de los ladrones; los policías intentan atrapar a los ladrones y llevarlos a la cárcel, los ladrones huyen de los policías. El juego es así y se llama Poliladron, termina cuando los policías atrapan a todos los ladrones, o cuando los chicos se cansan de correr.
Tal vez Diego Bonnefoi era de ésos que no se cansan nunca de correr, y es así como a temprana edad llegó a despuntar con la camiseta de delantero de un fuerte club de su ciudad natal.
Bariloche lo vio nacer en los ’90, poco después de la reelección masiva de ese proyecto de país que jamás le permitiría proyectar un futuro, aunque sueños le sobraran, y de chico fuera pateándolos tan redondos y parecidos a los que de chico tuvo ese otro, su admirado tocayo. Pero la cuota del club subió y el sueño ya no pudo alcanzarla; hubo que buscar alguna otra cosa entonces. La maestra cuenta que dibujaba bien, así que ese curso de platería quizás, pero también esa oportunidad fue mezquina: esta vez son los fondos municipales los que no alcanzaron, los que nunca alcanzan a llegar tan alto hasta los del Alto, fantasmas de las montañas de Bariloche.
En el Poliladron el chico no elige si es ladrón o policía; un dedo gira en ronda al compás de una vieja rima: “Sandía sandía, tú serás po-li-cí-a”. Y cuando el dedo señala una suerte, ésta es inapelable; cualquier chico lo sabe. Diego, tal vez, mejor que otros.
Familia de chorros, dicen señalando a los suyos ¿de los chorros que se afanan y se reparten los millones (o los pocos miles) que pueden hacer más escuelas en el Alto, o redes cloacales y alumbrado público, o viviendas de material, con agua corriente y gas, para sobrellevar ese frío de hasta 20° bajo cero, o quizás mantener abierto un curso de platería para un pibe que dibujaba bien? No, esa es una familia más grande de chorros, aunque siempre se mantenga al margen de la ronda de juegos.
Policías y ladrones son dos bandos vecinos del Alto, de barrios como el de Diego y su familia, o el de su asesino. El dedo que los marca, sin embargo, lo hace desde la otra Bariloche, la de abajo, la turística, la de los egresados, empresarios y comerciantes, la que no conoce el frío aunque hagan 20° bajo cero, la Bariloche que todos conocemos, menos los de allá arriba. Es esa Bariloche la que dicta las reglas del juego y exige siempre más seguridad, o por lo menos la indispensable seguridad de que los otros, esos oscuros fantasmas del Alto, no van a bajar a arruinarles la postal.
El pibe tenía sólo 15 años, pero para entonces algún dedo ya lo había marcado: esa madrugada del 17 de junio, sospechosos de robo, Diego y tres amigos huyeron de un grupo de oficiales. Tal vez era de esos que no se cansan nunca de correr, pero tal vez no sabía que las reglas del juego ya habían cambiado; no trataron de agarrarlo, le dispararon en la nuca.
Penar o integrar. La discusión parece girar en torno a dos disímiles soluciones para terminar con el delito infantil. A priori, parecen dos recetas que se ubican en polos completamente distintos. Polaridades que se atrincheran justificándose en supuestas diferencias ideológicas, de forma, etc. Sin embargo, las oposiciones se evaporan al compás de manos parlamentarias que a unísono se elevan para exig­­­­ir penas duras a adolescentes, niños. Otra muestra más del montaje que gira en torno a una mediática oposición. Quienes velan por la punibilidad más dura no son más que sinceros oradores que prefieren reos en pañales que den sus primeros y últimos pasos tras las rejas, sin salvedades ni salvación. Los otros, los que han crecido de la mano del discurso progre, s­e han visto en la necesidad de fallar a éste, a sus propias mentiras, y dar paso a las palabras de sus adversarios que se adjuntan a un accionar policial impune que siempre fue avalado por los “Nac & Pop”, el “gobierno de los derechos humanos”. Unos buscan penar, los otros “integrar” (aplicando penas). Para ambos penar es ayudar, en nombre de las víctimas de la inseguridad o en nombre de los “pibes chorros”. Penar no es ayudar.

La discusión que hoy en día es impulsada por ambos sectores, de todos modos, no es superficial. Si bien podemos afirmar que la diferencia hasta el actual quiebre (“si hemos hecho una reducción de 21 a 18 años para adquirir la mayoría de edad, hacer una reducción –de imputabilidad- de 16 a 14 parece lógico”1, Cristina Fernández de Kirchner) giró en torno a dos bandos, la represión lisa y llana de la derecha y la línea política del progresismo de no reprimir (pura ficción), sería erróneo no reconocer el giro discursivo que han dado quienes hoy gobiernan, tan a la derecha que llegan al punto de morder su propia cola. De todos modos, no es la similitud de los “contrastantes” lo que aquí nos ocupa, sino la temática que ha dado que hablar en los últimos días: la baja de imputabilidad a menores de 16 años como solución a una inseguridad que se ha instalado como primer escalón en las prioridades de todo aquel que tenga intenciones de alcanzar el poder o mantenerlo.
La inseguridad no es un asunto menor, comprende un abanico de temáticas que de ser expuestas implicarían un extenso artículo que incluya el desempleo, la pobreza, la desnutrición, la educación, etc. La inseguridad merece un trato central. Sin embargo, la “ inseguridad” que importa es la delineada estrictamente como delito callejero, concepto sesgado que además cuenta con un irreflexivo tratamiento que lejos está de habilitar el micrófono a un contrincante que pueda presentar batalla racional, y en caso de hacerlo, éste sería escuchado como si hablase en mandarín ante tanto monopolio de la solución fácil. Los antineoliberales, los antimenemistas, son quienes ignoran la inseguridad  que se extendió en los ‘90 a partir de una pobreza estructural que lejos está de revertirse. Se busca pasar por alto las raíces sociales que dan existencia a la “inseguridad”, se ignora la inseguridad. No es sólo la tendencia que se impone en la víctima, también se impone en el familiar de la víctima o cualquier otro que repita lo que el medio impunemente dice. De ahí que un discurso irreflexivo sea bandera y garante de votos, así como uno “reflexivo” basado en cientos de palabras que se orientan a materializar los mismos fines (encarcelar, criminalizar, torturar, excluir) también lo es. Así como se olvidan las grandes causas sociales que permiten explicar los delitos, se procede del mismo modo en la búsqueda de soluciones.
De todos modos, éste es el punto fundamental: la inseguridad (en su concepción integral, con sus numerosas aristas, sin comillas) no es hija del menemismo sino del capitalismo como sistema. La explotación y la exclusión son propias de este sistema desde su nacimiento, aunque con el paso de los años la situación se ha vuelto más delicada. En nuestro país, los años ochenta y noventa han sido un fiel reflejo de esa decadencia, décadas en que también se registró un importante incremento del delito contra la propiedad. La inseguridad es un fiel resultado del proceder del sistema y sus ejecutores. La acusación de que ésta sea  una explicación difusa y conspirativa se desvanece ante el concreto accionar llevado a cabo, por ejemplo, en las cárceles. Las penas recaen en estos jóvenes desde su nacimiento, la cárcel sólo se encarga de formalizarlas bajo un determinado número de años en un determinado lugar en el que estarán, nuevamente, “privados de la libertad”.  El sistema excluye, las cárceles en lugar de integrar se encargan de acentuar la exclusión, legalizarla,  engrosando el número de recluidos en penitenciarías a quienes no se puede ni quiere otorgárseles nuevas posibilidades. Excluidos que sólo tendrán lugar en la sociedad a partir de organizaciones delictivas impulsadas o apoyadas por el sistema penitenciario. La punibilidad de los menores no es más que la extensión de dicha criminalización que se impulsa hacia los excluidos, es la búsqueda formal de un lugar a todos aquellos sujetos a los que ni siquiera se le puede garantizar el lugar de explotados. Se los aparta. Se los elimina.
La ronda es otra, el juego es el mismo: antes de desaparecer, como tantos otros, el pibe tenía alguna cosa planeada. La insistencia de la mamá y la incipiente carrera de la hermana habían ido nutriendo esa idea que arraigó en lo más fértil de las entrañas, germinando lúcida y secreta: iba a retomar los estudios.
A sus 16 años el pibe ya conocía la ausencia, pero también conocía la unión necesaria para salvar los resquicios que deja; su padre los había abandonado cuando aún era muy chico. Tal vez por eso al crecer fue ocupando un lugar cada vez más grande entre los suyos, ayudando en casa con sus hermanos, a veces cocinándoles, otras cartoneando con amigos del barrio, o trabajando 12 horas diarias en una fundidora de metales.
Antes de desaparecer, como otros antes que él, el pibe conoció el miedo. A veces el miedo puede tener la forma de unos tipos con fierros y chapas que te aprietan para que robes por ellos, porque te liberan la zona, porque te vas a poder comprar las mejores zapatillas, porque sos menor y si caés salís fácil, porque la suerte marcada a dedo es inapelable: “Melón melón, tú serás la-drón.” Mientras tanto el miedo te amenaza, te insulta, te hostiga, te vigila. El pibe conocía las reglas de ese juego, y el miedo que había forzado a tantos otros como él a entrar.
Pero había alguna otra cosa, algo que el miedo no conocía del pibe, un germen nada más, pero un germen cada vez más enraizado de rebeldía que se atrevió a desafiar la mentira. Su vida no era un juego y ningún dedo podía marcar su suerte; apenas tenía 16 años, no podía haber sido condenado ya a ese perpetuo Poliladron. Mucha injusticia haría falta para contradecir tanta dignidad.
Antes de desaparecer, Luciano Arruga volvía caminando por la calle de siempre, un sábado por la madrugada; su hermana no estaba en la casa así que no había podido saludarla. Los del patrullero lo pararon una vez, lo dejaron ir, volvieron a pararlo y esa vez se lo llevaron. Cumplieron con las reglas de su bando, atrapar y a la cárcel. Uno menos, y uno más cerca de ganar.
La ausencia impune de Luciano ha dejado resquicios, hasta hoy, insalvables. Y el juego con cada ausencia se hace más presente.

Bajo la lupa están los menores de 16 años, la arbitrariedad del enfoque no es inocente ni mucho menos. Se busca criminalizar a los jóvenes, estigmatizar a los niños, otorgarles idénticas competencias que a los adultos conscientes, idénticas responsabilidades para luego emprender el paso judicial y encerrarlos. Son ellos quienes no contribuyen individualmente al bienestar social, son ellos quienes no aceptan que el lujo tiene dueño. Los legisladores coinciden en estar “lejos de bajar la edad de imputabilidad”, en “dar una respuesta a la problemática de los adolescentes entre 14 y 18 años en conflicto con la ley”2.  Palabras de Gerardo Morales que despertarían el ensordecedor aplauso de cualquier auditorio. Mientras las pronuncia se escucha el suspiro de alivio de los miles, millones de jóvenes de las clases oprimidas que esperan fuera del Congreso la solución. Que finalmente se los pueda juzgar, que se “de respuesta a su problemática”. El radicalismo, el kirchnerismo, el peronismo federal, todos parecen amasar una solución, “la” solución. Es importante hacer ciertas aclaraciones antes de analizarla críticamente, también lo es observar que es lo que ésta oculta y considerar la magnitud de la problemática, la materialidad de la “inseguridad”.
El delito contra la propiedad en los últimos tiempos ha disminuido, no así el delito contra la persona que se ha incrementado desde hace algunos años3. De todos modos el número de delitos de niños de entre 14 y 15 años es mínimo: “Sobre un total de 1800 adolescentes menores de 18 años privados de la libertad por causas penales en el país, un 17% son no punibles, es decir menores de 16 años: 300 adolescentes. Ahora bien, cuando se analizan los delitos que se les imputan a aquellos 1800 adolescentes privados de la libertad, los datos indican que sólo un 15% está imputado por homicidio (incluyendo tentativa de homicidio, es decir casos en que no se produjo la muerte): 270 casos”4. Es decir, de los homicidios cometidos se les puede imputar sólo el 17% a 46 menores de 16 años, según datos de UNICEF. El interés por encontrar un lugar judicial a estos casos, por pocos que sean, persigue extender el prejuicio y la estigmatización al punto de volverse juicio y prisión. No acontece lo mismo con los crímenes cometidos por gatillo fácil, que no sólo quedan impunemente archivados sino que se reproducen día a día gracias a una responsabilidad política que excede la complicidad. De acuerdo al informe anual de la CORREPI (Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional) ya son 3093 los muertos por la represión estatal en democracia y más de la mitad, 1634, corresponden a los gobiernos kirchneristas. Hasta noviembre de 2010 ya sumaban 220 los casos de jóvenes asesinados por gatillo fácil y tortura en cárceles, comisarías  e institutos de menores. 

Es importante considerar que las penas ya existen, más allá de la exclusión que se transita en la vida cotidiana y que es claramente punitiva para la vida de cualquier sujeto: los  jóvenes menores de 16 años sufren la “resocialización” de los institutos de menores. Las internaciones dejan en ellos huellas que serán las primeras pero no las últimas. Son institutos como el Rocca, el San Martín o el Belgrano los que se encargan de penar a los jóvenes, prepararlos para nuevos penales, los de grandes, los que terminan lo que los institutos inician. También están las “comunidades terapéuticas”, a las que se ingresa por cupo y se sale aún más adicto, y en las cuales no son ajenos los casos de violación o abusos. Daniel Miguez, autor de Los pibes chorros, señala que los institutos “…se encuentran a cargo de personas sin la menor capacitación. Encontramos casos de instituciones dirigidas por ex-chapistas y pintores de autos, ámbitos en la que la mayor parte del personal no había concluido la escuela secundaria”5. Miguez también confirma que se han presenciado casos en que “se alentó la fuga de menores conflictivos para evitar problemas”.
Los que buscan integrar saben perfectamente que el sistema judicial se encarga de penar antes de sentenciar, saben que los institutos de menores son prisiones blanqueadas con una cal de muy baja calidad, saben cuál es el papel de la fuerza del orden, saben que el delito no es su enemigo sino parte de la institución que luce chapa de “monopolio de la fuerza”, amparado y reproducido por ésta. “Tienen que ir a juicio, tienen que tener un abogado defensor, tienen que ser responsables”6, sentencia Carrió. “El orden no es de derecha ni de izquierda”7, afirma Duhalde. “Parece lógico”, confirma Cristina. Las tres declaraciones están descontextualizadas, ninguna le responde a la otra, de todos modos están inmersas en una misma temática y en un mismo contexto. En los hechos darán una respuesta integral, irreflexiva, electoral e hipócrita a la “inseguridad”. Tapar el sol con una mano es difícil, si las manos son muchas es más sencillo, y si están unidas será ley.
De concretarse, los legisladores obtendrían el premio a aplicar la medida más regresiva en el régimen penal de los últimos años, una burla a los pactos internacionales, garantes únicamente de su propia violación. La última dictadura había impuesto la baja de la edad de imputabilidad a los 14 años; con la vuelta a la democracia se garantizó como piso para penar los 16 años, formalidad que en su momento ocultara la reproducción de la exclusión y la acentuación de la marginalidad. Los partidarios de la “integración” que impulsan la exclusión legal saben que encontrar un espacio penal a los jóvenes, otorgarles la posibilidad de defensa (que tengan las mismas oportunidades de cualquier adulto), no es más que otra chicana discursiva para poner tras las rejas a generaciones a las que poco se atendió, y garantizar que próximas generaciones sean igualmente ignoradas. También argumentan que las penas serán bajas, hecho que es absolutamente falso si se considera la duración del proceso más los plazos de condena esgrimidos en los proyectos de ley. En el caso del proyecto de Raul Zaffaroni y Lucila Larrandart se consideran “penas de siete años para la franja de 14 y 15 años, y de 15 años para la franja de 16 y 17, lo que transformaría al régimen argentino en el más gravoso y represivo de Latinoamérica”8. Quienes dicen repudiar a Blumberg prácticamente lo citan, toman su lucha como propia y así garantizan que nuevos pibes sean marcados a dedo primero, a plomo después.

Notas
1 S/F, “Cristina derivó al Congreso el debate por la imputabilidad”, en La Nación, 25 de enero de 2011.  http://lanacion.com.ar/1344377-cristina-derivo-al-congreso-el-debate-por-la-imputabilidad
2 S/F, “Se agita la polémica en torno a la edad para imputar a los menores”, en Clarín, 26 de enero de 2011. http://www.clarin.com/politica/agita-polemica-torno-imputar-menores_0_415758538.html
3 A partir de datos del Sistema Nacional de Información Criminal.
4 Datos recogidos de la Asamblea Permanente por los Derechos de la Niñez de General Pico en su informe de “Los diez motivos para oponerse a la baja de imputabilidad penal”.
5 Miguez, Daniel, Los pibes chorros, Capital Intelectual, 2010. Pág. 108
6 Cecchi, Horacio, “Sigue el debate sin ton ni son”, en Pagina/12, 26 de enero de 2011. http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-161157-2011-01-26.html
7 S/F, “Duhalde: ‘El orden no es de derecha ni de izquierda’”, en La Razón, 14 de diciembre de 2010.  http://www.larazon.com.ar/ciudad/Duhalde-orden-izquierda-derecha_0_195000016.html
8 Asamblea Permanente por los Derechos de la Niñez de General Pico, Op.Cit.


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