miércoles, 17 de agosto de 2011

Revista Sinécdoque Nº1 | "Fisura" (Escribe Sergio Alvez)

Fisura
Escribe Sergio Alvez


Hace mucho que el barrio Centenario no es lo que era. Y no es sólo porque el empedrado reemplazó a la tierra roja de los caminos, ni porque la topadora pasó por encima  de la villa pegada al arroyo y ahora esa gente vaya a saber dónde anda.
Los vecinos ya no toman mate a la mañana en la vereda, y los árboles de la calle Roque Pereyra fueron talados de cuajo para hacer el cordón cuneta. Las casas ahora tienen rejas: se murmura que los de la villa vuelven cada tanto a robar a sus viejos vecinos.
Son las siete del domingo. El sol brotó hace rato. Cristian Vallejos baja por la Roque Pereyra solo, botella de plástico llena de cerveza en mano. Lleva una piedrita de cocaína en el bolsillo del pantalón y una roca enorme, indescifrable y pesada en el corazón. Hoy cumple cuarenta años. Pasó la noche con desconocidos en un barcito del centro, yendo y viniendo en remís de lo del puntero al bar. Su andar dominical a estas horas y en ese estado es una de las pocas postales del barrio que se mantienen, y es a la vez, el reflejo opaco de los que perdieron la juventud en la sombra de la nada. Todos los sábados, desde hace veinte años o más, Cristian hace lo mismo. Alcohol, falopa, de vez en cuando alguna concha, y después la decadencia de la mañana: el regreso sin gloria al Centenario. Pero se fue quedando solo. Con los años, la compinchada barrial se fue alejando. El Negro Mattos se casó hace tres años y no volvió a pisar la calle. Lucas y Rocky se fueron a pelar ovejas al sur y no volvieron más. Pilincho se hizo embarcadizo y cada tanto manda una carta. Y así, cada uno tomó un rumbo lógico, porque lo ilógico siempre parece ser quedarse en el mismo lugar haciendo las mismas cosas, y lo más insoportable, siendo siempre el mismo.
Cristian le da un trago a la botella de plástico. La cerveza le saca algo de pastosidad a su boca. Alguien le saluda desde una ventana. Cristian no alcanza a ver. Sabe su rutina. Se meterá en la calleja donde estaba antes la canchita de fútbol, y sentado en el viejo tanque de agua que alguien abandonó, terminará la cerveza esperando por cualquiera que esté dispuesto a compartir lo que él tiene para ofrecer esta mañana: merca, plata para dos o tres cervezas más, y la intención egoísta de mantenerse alejado de la angustia por medio de la charla.
La cerveza se termina. No apareció nadie. El barrio es cada vez menos lo que era. Y esto dilata el corazón de Cristian más que la merca ultra cortada que le venden en El Brete.
Un poco de porro le deja medio opa; deben ser las ocho. No le quedan cigarrillos y el único kiosco que podía estar abierto un domingo a esta hora no lo está.
Levanta la vista, y haciendo visera con la mano observa a los que vienen caminando hacia dónde él está, cruzando el antiguo potrero. No alcanza a distinguir quiénes son: el sol recubre las siluetas de brillo.
Pero enseguida, la duda se disipa. Es Fernando, el Pelado. Hasta hace unos años, Fernando era uno de sus más fieles camaradas de salidas reventonas. Va con su esposa y sus dos hijitos. El Pelado luce impecable en su sencillez: camisa y pantalón, todo limpito y planchado, el pelo bien peinado y corto, una sonrisa de paz. La mujer sostiene a los niños de la mano, uno por mano, ellos, todos, también sonríen.
Cristian no puede evitar sentirse avergonzado cuando Fernando le extiende la mano, y ampliando aún más su ancha sonrisa, le dice buen día y feliz cumpleaños. Cristian no puede creer que alguien se acuerde. Contiene el llanto, y esto hace que sus ojos se enrojezcan un poco más de lo que ya estaban a causa de la marihuana llena de amoníaco que también compró en El Brete.
Fernando y su familia se dirigen a la iglesia, al templo evangélico que se instaló en la esquina de Moritán y 3 de Febrero. “El culto” dice Fernando por la ceremonia que comienza a las nueve.
Le invitan a ir. La mujer y los niños han rodeado la escena y observan a Cristian sonrientes y plenos de una alegría serena que pareciera venir de un lugar que a é le parece más lejano e inalcanzable que la reconchísima de su madre. Como por inercia, acepta. Se pone de pie y camina junto a la familia.
En el trayecto, los niños cantan una alabanza, como practicando lo que luego harán en el templo. Al cantar, buscan la aprobación de los adultos con la mirada. Cristian les sonríe, o intenta hacerlo, mostrando los dientes con la mandíbula tan rígida que hasta pareciera que al abrirse sus labios en busca de sonreír, un sonido como de puerta vieja y sin aceitar irrumpiese dentro de su cráneo. Tiene muchos deseos de hablar, pero le da vergüenza expresarse en ese estado frente a la familia del Pelado. Entonces camina, a la par, oyendo a los niños cantar:
Señor, me has mirado a los ojos, sonriendo has dicho mi nombre; en la arena, he dejado mi barca, junto a ti buscaré otro mar.
Cuando llegan al templo, algunos conocidos del barrio se acercan a saludar a los recién llegados. Algunos conocen a Cristian.
Fernando y su familia se ubican al frente, en primera fila. Cristian se queda en el último banco de la fila, dónde a excepción del pastor todos le dan la espalda. Comienza la ceremonia. Enseguida, se levanta, cruza una mirada con el pastor, y se va, de regreso al rebaño de los descarriados. A buscar otro mar.
Palpa en el bolsillo el bollito metálico. Lo saca del bolsillo. Lo abre. Mientras camina caza un granito blanco con la uña y se lleva el dedo a la nariz. En dos segundos el granito golpea la puerta de su cerebro y le dice buenos días a todos los demás granitos que bailan allí desde la noche anterior. Después otro. Y otro. Ya a esta altura el sol es un objeto insoportable, el más detestable accesorio de la vida.
Del otro lado del arroyo, la última esperanza: María.
Las viejas del barrio van a hacerse masajes con María desde hace más de 30 años, cuando era  ella una guanita de 18 años, flaquita, que recién empezaba con eso de los masajes como agregado a la peluquería de su madre. Con el correr del tiempo, se fueron sumando hombres, que más que los masajes buscaban los petes de la María, ya convertida en un mujerón de caderas anchas como una heladera enan.
Cristian golpeó la puerta. La María apareció con cara de dormida y le dijo que estaba cerrado. Parecía muy chinchuda y Cristian sabía que era porque estaba con la regla, porque sino la María no le niega un pete a nadie. A nadie que tenga los 50 pesos para pagar semejante servicio. Pero Cristian no sólo no tiene esa guita esta mañana, sino que además no quiere entender que la María sólo quiere dormir. Al principio ella le rechaza con dulzura pero después se harta de las indignas súplicas de él y le despacha de un portazo no sin antes decirle que no rompa más la paciencia, que ni siquiera se le debe parar en ese estado.
Cristian no es violento. Nunca lo fue. Toda la violencia de su alma, infinita y brutal, sólo combate puertas adentro de su ser. Cuando mucho, se le da por golpearse la cabeza contra el azulejo de un baño o arrancarse un mechón de pelo. Con los demás nunca.
Se aleja de la casa de María, tentado de pellizcar otro poquito de merca. Más que otro poquito le gustaría sentarse en algún lugar y armar un par de líneas como Dios manda. Porque Dios está en todas partes y estas cosas también las manda. La merca también forma parte de las cosas de Dios. Su nariz sagrada se hunde en todos los platos del pecado disueltos por el planeta. Dios es paranoico porque toma merca, por eso está en todos lados, por eso nunca descansa, por eso no durmió en siete días. Por eso hizo del mundo un lugar tan cínico y terrorífico, piensa Cristian. Piensa y piensa (siempre más y más… ¿será por el aburrimiento?)
El único que puede tener cigarrillos a esta hora es su viejo. No queda más remedio que volver a casa. El viejo ya está acostumbrado a ver a su hijo volver en cualquier estado. ¿Quién no se acostumbra a lo mismo en veinte años? No lo juzga, pero hay dos cosas que este padre nunca hace: recibir al hijo con una sonrisa, y prestarle la camioneta.
Cuando Cristian entra a la casa, el viejo está sentado al lado de la parrilla humeante, tomando un vaso de vino y escuchando Atahualpa Yupanqui en su pasa-cassette. Es su solitario ritual de los domingos: asado de falda para uno, música, vino, y los dos perros rodeando la parrilla a la espera de los huesos que mucho más tarde recibirán.
Ni siquiera comparten el asado ni el vino. Cristian siempre llega sin hambre y demasiado borracho como para aceptar un vaso del tinto de cajita que toma su padre.
Le pide un cigarro. Lo enciende con la brasa de la parrilla. No hay diálogo. Fumando, Cristian atraviesa la galería y se sienta en la mesa de carpintero de su padre. Sabe que ahí puede armar unas líneas tranquilo, lejos de la vista del viejo.
De pronto, el padre se acuerda que es el cumpleaños de su hijo y por una vez en la puta vida intentará darle un abrazo. Pero cuando se acerca, sigiloso y temerario, encuentra a su hijo con un billete de diez pesos enroscado en la fosa nasal derecha, desorbitada la mirada sobre el plato. Cristian no alcanza a verlo. El viejo vuelve a su lugar junto a la parrilla. Atahualpa sigue cantando.
Cristian se va a su pieza. La mañana le parece más larga que la noche. Cuarenta años. Recuerda que cuando cumplió treinta, rodeado de amigos una mañana como ésta se convenció de que la juventud eran otros diez años más.
Hacia el mediodía, cuando su padre se dispone a comer su asado, Cristian sale de la casa rumbo al cementerio. Llevará flores a quien lo trajo al mundo. Y ahí, sí, en el silencio y la soledad de los nichos, dejará que la fisura y la resaca se desplomen en un llanto liberador, hasta el próximo fin de semana.

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